La imagen perversa que se le adosa al anarquismo es bastante añeja y nace en la "época de oro" del movimiento socialista libertario fines del S. XIX y primeras décadas de S. XX por el obvio temor de los poderes autoritarios ante el avance de su más consecuente antagonista, y renace ahora, al principio del S. XXI, cuando diversos signos anuncian el resurgimiento del ideal y las prácticas ácratas, orientando las posibles opciones de transformación radical enfrentadas al orden existente; de modo que continúa siendo prioritario para los poderosos ocultar el sentido cierto de lo que el anarquismo es y se propone. Romper con esta mistificación interesadamente atribuida es necesario para quien quiera aproximarse con mente abierta y sin prejuicios a esta expresión de pensamiento y acción radical tan relevante ayer como hoy.
La necesidad impuesta de potestades opresoras está tan arraigada en la mente del ciudadano medio que la anarquía, cuyo significado lo podemos resumir en "falta de autoridad jerárquica ", resulta impensable para la mayoría de la gente. Curiosamente las mismas personas que soportan y admiten que los reglamentos, regulaciones, impuestos, intromisiones y abusos de poder (por nombrar algunos de los efectos de la acción gubernamental) son irritantes, por decir lo menos. Pero sucede que a esa gente se la lleva a pensar que sólo queda aguantar en silencio porque la alternativa de "falta de poder, de autoridad y todo el mundo haciendo su propia voluntad" sería la "anarquía" a la que se asocia, falsa y arteramente, con el caos, la destrucción, el acabose. En cambio, el anarquismo persigue la eliminación de cualquier punto de control privilegiado desde donde se gobierne, la desaparición de todo grupo que se asuma como poseedor de algún privilegio para usufructuarlo en beneficio propio sometiendo a los otros. Como alternativa frente a las diferentes formas de gobierno como la aristocracia, la teocracia, la democracia representativa, la dictadura del proletariado, la monarquía o la tiranía, sostiene la ausencia de gobierno, la acracia.
s supuestos "beneficios" recibidos a cambio de la existencia del Estado son, en esencia, ilusorios, cuando no dañinos. El cuidado de la salud, la educación, la protección policial son servicios que funcionan pobremente, pero que sirven para hacernos dependientes del Estado y lo peor de todo, nos compran por muy poco. Frenan la propia iniciativa de crear una seguridad social autogestionada y enfocada hacia nuestras necesidades, no hacia lo que desde el poder se define como asistencia sanitaria, que siempre deriva a ser herramienta de sometimiento y que debe agradecerse como regalo generoso. A su vez, la seguridad social, que pagan los asalariados, genera una disponibilidad de dinero de las más importantes en el capitalismo moderno, que se utiliza para explotar a esos mismos trabajadores. El Estado impide que podamos encauzar la educación de nuestros hijos sin someterlos a los designios de los amos de turno, como en Venezuela donde la injerencia castrense en el gobierno ha impuesto una odiosa instrucción premilitar en la educación de niños y jóvenes. En todas partes, los policías más que proteger de los delincuentes son sicarios que vigilan y controlan. Cualquier obra que se realiza con dineros públicos se paga muy caro porque en los costos se incluyen los enormes sobreprecios que demanda la corrupción. Y así todo. El anarquismo es ácrata, no apoya la democracia y mucho menos la democracia representativa. La acracia es la ausencia de un gobierno central que asuma el poder. Toda delegación de poder lleva sin falta a la generación de una autoridad separada por parte de los delegados, que inexorablemente se dirige contra los que delegan. Por ello es que tampoco acepta la democracia representativa, porque más temprano que tarde los representantes se desprenden de los intereses de sus representados y sólo persiguen su propia conveniencia. Esto es natural, ya que un pequeño grupo de personas, aunque sean elegidos, no puede materialmente decidir sobre todas las cuestiones que hacen a la vida de una sociedad durante un lapso que, mínimo y en el mejor de los casos, dura 5 ó 6 años. Mucho menos cuando el gobierno está en manos de 4 ó 5 personas, o una sola, que decide con omnipotencia y omnisapiencia cualquier asunto.