No se trata tanto de mentir como de no hablar.
Desde el primer hostión recibido en casa al contar mi versión de un castigo colegial intentando adelantarme a versiones más torticeras aprendí por la vía del palo que la sinceridad verborreica es una mala política. Y para mentir no tengo talento, por desgracia.
También ayudó el hecho de que dos personas a los que en su momento consideré amigos íntimos de total confianza usasen confidencias personales absolutamente privadas para cachondearse a mis espaldas e incluso para intentar perjudicarme profesionalmente. Nada nuevo bajo el sol: los falsos amigos brotan por doquier cual lepiotas en otoño. Desde entonces, cuando quiero testar a una nueva persona a la que considero de confianza lanzo un globo sonda: le hago una confidencia a él y solo a él (plantearme amistad con una mujer me provoca convulsiones de risa), verdadera o falsa, da igual, y espero un tiempo prudencial. Al menor indicio de una filtración a tercera persona, corto la relación en seco y para siempre sin la menor explicación.
La comedia humana es un triste nido de ratas en el que la discreción y la fidelidad no suelen darse juntas (ni por separado). Es del género tonto poner en conocimiento de alguien cualquier historia que pueda perjudicarnos en un momento dado, por muy de confianza que esa persona nos parezca, por muy necesitados que estemos de abrir las compuertas de nuestra alma para drenar un sucio y espeso pantano de confidencias privadas que pensamos que nos aliviará el ánimo. Por eso, como conté aquí hace tiempo, en los días de la lona no me relaciono con nadie, ni hago llamadas ni las recibo, para evitar aperturas de boca de las que me arrepentiré nada más despertarme a la mañana siguiente. Como dicen por Bilbao, no cuentes tus problemas a tus amigos, que los divierta su padre.
Nadie que me conozca me oirá hablar jamás hablar de mis visitas a las putas, ni de las ocasiones en que se me complica un paciente, o de cuando tengo problemas laborales, o de cualquier suceso acontecido que me haya dejado en mal lugar en cualquier sitio. Jamás busco comprensión ni empatía de nadie, ofreciendo en bandeja la posibilidad (y probabilidad), de un desprecio prepotente. Cuando alguien me pregunta, todo me va maravillosamente (lo que les jode oírlo). Si alguien consigue joderme en un momento dado, mantengo el tipo, no hago el menos comentario y espero pacientemente la oportunidad de devolverla. Si alguien intenta sacarme información en público con algún comentario o chascarrillo venenoso, utilizo la violencia verbal, y en contadas ocasiones, también la física.
Soy, en suma, absolutamente hermético acerca de mi vida emocional, profesional, sexual y social. ¿Qué ganamos con hablar? ¿Exponer un flanco vulnerable a un carroñero a cambio de una pueril necesidad de confianza y empatía? No busquen metales preciosos donde solo hay basura.