Sir Ringo Starr
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Me despierto y soy consciente de la sensación que invade mi mente: el aturdimiento propio del que sabe que ha amanecido en cama ajena o, en este caso, más apropiado sería decir en cama que no es la suya.
Con una rapidez a mi juicio admirable rememoro y comprendo por qué me encuentro allí en este momento. ¡En este momento, no podía ser otro! Me gusta bromear con las situaciones en las que otro ni se plantearía sonreír. El color verde del estucado de las paredes desaparece cuando estas dejan de recibir este nombre. ¿Habrá algún nombre para la parte del muro que no es pared ni techo? Técnicamente debería seguir siendo pared, pero a partir de los dos metros y pico, pico de unos veinte centímetros, calculo a bote pronto, sin meditarlo demasiado, – mis pensamientos son míos y de nadie más – el último tramo, de unos quince centímetros de pared pasa a adquirir las características del techo. Como este, es blanco y sin estucado, liso.
Nunca fui demasiado bueno recordando los nombres de matices; quizá eso es la causa de, al menos, una pequeña parte de mi falta de comunicación. Y es que debe haber más matices que polos, ¿no? La gama cromática es buen ejemplo. Hay muchísimos más colores aparte del blanco y el negro. ¡Y oscilan entre estos dos! Muchísimos más colores que según el continente, la nación o la región reciben nombres distintos, y probablemente estos nombres en sus inicios, antes de entrar a formar parte de una convención internacional cromática creada por Titanlux, se referían a otro matiz dentro del mismo color, quizá ligeramente más claro, quizá ligeramente más oscuro, dependiendo del clima y por lo tanto de la luminosidad del continente, nación o región.
Mi cuarto, antes de estar pintado de naranja, también estaba pintado de un verde similar. Y digo similar, porque me parece que era más oscuro. Bueno, el estucado de la clínica es algo menos saliente, algo más discreto, cosa que, sin duda, hace que parezca un verde más claro. Pero ninguna opinión que provenga de un hecho que pueda ser observado puede ser determinantemente válido, al menos en mi caso. Soy miope, y con el ojo izquierdo veo más oscuro que con el derecho. O quizá es que veo más claro con este. Me lo planteé siendo prepúber, en unas convivencias. Nunca más lo he vuelto a recordar, hasta hoy, despertando en la clínica, siendo consciente de mi aturdimiento, todavía presente. No deben haber pasado ni tres segundos desde que no sabía donde me encontraba.
¿Por qué estoy en la clínica? En serio. El noventa y nueve de las personas a las que podría preguntárselo me responderían, quizá algo más diplomáticamente, algo así como “porque te metes los dedos después de cada comida para poder vomitar”. Lo cual no deja de ser cierto, pero ¿y qué? ¿Acaso yo me meto con ellos porque estén amargados? ¿Los meto en clínicas de paredes verdes estucadas con quince centímetros en la parte superior que compartan las características – blanco y sin estucar – del techo? No. Y están peor que yo. Muchos son más feos, otros son más tontos, otros unos cornudos. Joder, no soy nada de esas tres cosas y me encierran. Tan sólo hago bien a la sociedad – aunque, como todo europeo, gasto en una semana trescientas veces el dinero con el que un africano podría subsistir en un año -. Y me encierran.
Y al igual que en la gama cromática hay pocas probabilidades de que una canica lanzada por un ciego se pare encima del blanco más puro o el negro más unificador, no creo encontrarme en ningún polo. Soy un bulímico, un vulgar bulímico, al igual que mi padre un reprimido sexual y mi abuela una depresiva crónica. Ellos están libres, mi padre haciendo uso de un pene de goma y mi abuela llorando a cada esquina de su estucado blanco. Todo el mundo debe de tener un adjetivo bruto millones de veces más asqueroso que por el que a mí me han encerrado. Y a mí alguien me vigila cada vez que voy al baño.
Con una rapidez a mi juicio admirable rememoro y comprendo por qué me encuentro allí en este momento. ¡En este momento, no podía ser otro! Me gusta bromear con las situaciones en las que otro ni se plantearía sonreír. El color verde del estucado de las paredes desaparece cuando estas dejan de recibir este nombre. ¿Habrá algún nombre para la parte del muro que no es pared ni techo? Técnicamente debería seguir siendo pared, pero a partir de los dos metros y pico, pico de unos veinte centímetros, calculo a bote pronto, sin meditarlo demasiado, – mis pensamientos son míos y de nadie más – el último tramo, de unos quince centímetros de pared pasa a adquirir las características del techo. Como este, es blanco y sin estucado, liso.
Nunca fui demasiado bueno recordando los nombres de matices; quizá eso es la causa de, al menos, una pequeña parte de mi falta de comunicación. Y es que debe haber más matices que polos, ¿no? La gama cromática es buen ejemplo. Hay muchísimos más colores aparte del blanco y el negro. ¡Y oscilan entre estos dos! Muchísimos más colores que según el continente, la nación o la región reciben nombres distintos, y probablemente estos nombres en sus inicios, antes de entrar a formar parte de una convención internacional cromática creada por Titanlux, se referían a otro matiz dentro del mismo color, quizá ligeramente más claro, quizá ligeramente más oscuro, dependiendo del clima y por lo tanto de la luminosidad del continente, nación o región.
Mi cuarto, antes de estar pintado de naranja, también estaba pintado de un verde similar. Y digo similar, porque me parece que era más oscuro. Bueno, el estucado de la clínica es algo menos saliente, algo más discreto, cosa que, sin duda, hace que parezca un verde más claro. Pero ninguna opinión que provenga de un hecho que pueda ser observado puede ser determinantemente válido, al menos en mi caso. Soy miope, y con el ojo izquierdo veo más oscuro que con el derecho. O quizá es que veo más claro con este. Me lo planteé siendo prepúber, en unas convivencias. Nunca más lo he vuelto a recordar, hasta hoy, despertando en la clínica, siendo consciente de mi aturdimiento, todavía presente. No deben haber pasado ni tres segundos desde que no sabía donde me encontraba.
¿Por qué estoy en la clínica? En serio. El noventa y nueve de las personas a las que podría preguntárselo me responderían, quizá algo más diplomáticamente, algo así como “porque te metes los dedos después de cada comida para poder vomitar”. Lo cual no deja de ser cierto, pero ¿y qué? ¿Acaso yo me meto con ellos porque estén amargados? ¿Los meto en clínicas de paredes verdes estucadas con quince centímetros en la parte superior que compartan las características – blanco y sin estucar – del techo? No. Y están peor que yo. Muchos son más feos, otros son más tontos, otros unos cornudos. Joder, no soy nada de esas tres cosas y me encierran. Tan sólo hago bien a la sociedad – aunque, como todo europeo, gasto en una semana trescientas veces el dinero con el que un africano podría subsistir en un año -. Y me encierran.
Y al igual que en la gama cromática hay pocas probabilidades de que una canica lanzada por un ciego se pare encima del blanco más puro o el negro más unificador, no creo encontrarme en ningún polo. Soy un bulímico, un vulgar bulímico, al igual que mi padre un reprimido sexual y mi abuela una depresiva crónica. Ellos están libres, mi padre haciendo uso de un pene de goma y mi abuela llorando a cada esquina de su estucado blanco. Todo el mundo debe de tener un adjetivo bruto millones de veces más asqueroso que por el que a mí me han encerrado. Y a mí alguien me vigila cada vez que voy al baño.