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- 15 Mar 2007
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Se murió mi pequeño el 2 de marzo y desde entonces he leído miles de cosas por ahí. Yo quería que fuera libre pero me tortura esa imagen suya quebrado, recién operado de su cabecita, con los colmillitos pegados con una masa, la boca entreabierta, el collar isabelino, ahí metido en el hospital. Y llegar a verle y en cuanto me oyó muchos miurrrs sordos, y movía las patitas rotas, se desperaba, como buenamente podía mi pobre bebé. Qué horror. Me reconocía, pobrecito. Mirad qué cierto es esto (siento el formato de mierda, no sé por qué sale así):
»Ella —su hija— había roto a llorar, me había abrazado: en ese momento se había abierto una grieta en su coraza, una hendidura mínima por la que yo hubiera podido entrar. Una vez dentro habría podido actuar como esos clavos que se abren apenas entran en la pared: poco a poco se ensanchan, ganando algo más de espacio. Habría logrado adentrarme un poco en su intimidad y convertido quizá en un punto firme en su vida.»Para hacerlo, debería haber tenido mano firme. Cuando ella dijo "es mejor que te marches", debería haberme quedado. Debería haberme negado a irme sin más, debería haber vuelto a llamar a su puerta cada día; insistir hasta transformar esa hendidura en un paso abierto. Faltaba muy poco, lo sentía.
»No lo hice, en cambio: por cobardía, pereza y falso sentido del pudor. A mí nunca me había gustado la invasividad, quería ser diferente, respetar estrictamente la libertad de su existencia. Pero detrás de la máscara de la libertad se esconde frecuentemente la dejadez, el deseo de no implicarse.
»Hay una frontera sutilísima entre una cosa y otra; atravesarla o no atravesarla es asunto de un instante, de una decisión que se asume o se deja de asumir; y de su importancia a veces te das cuenta sólo cuando el instante ya ha pasado. Sólo entonces te arrepientes, sólo entonces comprendes que en aquel momento pedía a gritos la intromisión, y me decía a mí misma: estabas presente, tenías conciencia, de esa conciencia tenía que nacer la obligación de actuar.
»El amor no cuadra con los perezosos, y para existir en plenitud exige gestos fuertes y precisos. Yo había disfrazado mi cobardía y mi indolencia con los nobles ropajes de la libertad.»
»Ella —su hija— había roto a llorar, me había abrazado: en ese momento se había abierto una grieta en su coraza, una hendidura mínima por la que yo hubiera podido entrar. Una vez dentro habría podido actuar como esos clavos que se abren apenas entran en la pared: poco a poco se ensanchan, ganando algo más de espacio. Habría logrado adentrarme un poco en su intimidad y convertido quizá en un punto firme en su vida.»Para hacerlo, debería haber tenido mano firme. Cuando ella dijo "es mejor que te marches", debería haberme quedado. Debería haberme negado a irme sin más, debería haber vuelto a llamar a su puerta cada día; insistir hasta transformar esa hendidura en un paso abierto. Faltaba muy poco, lo sentía.
»No lo hice, en cambio: por cobardía, pereza y falso sentido del pudor. A mí nunca me había gustado la invasividad, quería ser diferente, respetar estrictamente la libertad de su existencia. Pero detrás de la máscara de la libertad se esconde frecuentemente la dejadez, el deseo de no implicarse.
»Hay una frontera sutilísima entre una cosa y otra; atravesarla o no atravesarla es asunto de un instante, de una decisión que se asume o se deja de asumir; y de su importancia a veces te das cuenta sólo cuando el instante ya ha pasado. Sólo entonces te arrepientes, sólo entonces comprendes que en aquel momento pedía a gritos la intromisión, y me decía a mí misma: estabas presente, tenías conciencia, de esa conciencia tenía que nacer la obligación de actuar.
»El amor no cuadra con los perezosos, y para existir en plenitud exige gestos fuertes y precisos. Yo había disfrazado mi cobardía y mi indolencia con los nobles ropajes de la libertad.»