- ¿Estás asustado?
- No mucho, de veras.
- Esta noche no has dormido, te lo notaba en la respiración. Es normal que estés nervioso, pero es una operación sencilla y rápida, en un par de días estaremos de nuevo en casa.
Dos días atrás empezó a encontrarse mal. El vientre le rugía y la fiebre no le dejaba pensar con claridad, aguantó hasta que el dolor fue insoportable. Nunca antes había estado tan enfermo, “Apendicitis”, dijo el médico. Ahora, tumbado en aquella cama de hospital se preguntaba el por qué de tanto temor. No temía la operación en sí, sabía que era algo rutinario, incluso le hacía gracia tener una cicatriz, pero no soportaba la idea de perder el control.
- ¿Crees que la anestesia tardará mucho en hacer efecto?
- No seas tonto, eso es algo inmediato, no te darás cuenta.
- Sí, seguro que sí…- e inclina la cabeza hacia un lado preguntándose cómo alguien puede creer que una simple anestesia pueda vencer inmediatamente a alguien como él. Luchará contra ella, lo hará inconscientemente, y acabará derrotado. Y eso es lo que teme.
En el quirófano le hacen firmar un documento, le han recomendado que no lo lea pero no quiere parecer soberbio, así que lo ojea y lo firma ante el anestesista. Bromea sobre la posibilidad de la morir mientras duerme. Luego, con los brazos en cruz intenta seguir con la vista a los médicos, pero sólo dos enfermeras permanecen junto a él. “Roberto, te llamas Roberto, ¿verdad? No te preocupes, tan solo piensa en algo bonito cuando yo te avise, así tendrás un sueño precioso”. La enfermera es joven, es bonita, y su voz es dulce, se siente como si tuviera cinco años y su madre le mirara con una sonrisa de complicidad, alguien le coloca una mascarilla y le dice que inspire profundamente, Roberto respira y sus pulmones se llenan de un gas dulce y cálido, la enfermera le recuerda “Ahora, piensa el algo bonito”, el gas es dulce y su voz también…
Se siente bien. Tan solo le molesta la luz, es todo tan blanco. Está sentado en algo parecido a un banco y siente que hay más gente a su alrededor, tarda en comprender que está soñando. Echando un vistazo se da cuenta de que está en una estación de tren, una estación de tren, eso sí, sin trenes, ni vías ni nada que se le parezca, sólo largas bancadas repletas de gente que espera, como él. Todo es blanco a su alrededor, esa neutralidad le tranquiliza.
“Roberto, te llamas Roberto, ¿verdad?” Un hombre mayor se dirige a él. Nuestro hombre asiente y se deja llevar por el sueño, se pregunta qué sorpresas le esperan antes de despertar. “Verás Roberto –dice el anciano- siento que estés aquí, de veras, pero en ocasiones pasan estas cosas, la anestesia tiene efectos secundarios en según qué personas, pero no te alarmes, no estás muerto, lo que pasa es que tu esencia se ha perdido, no encuentra el camino de vuelta. No pongas esa cara, sabes que no te miento, aquí no se puede mentir, la mentira no tiene recompensa en este lugar. Tan sólo escúchame, tu estancia aquí depende exclusivamente de ti, tras esa puerta está la respuesta, tu respuesta, ábrela y entra, quizá nos volvamos a ver por aquí o quizá no, eso depende de ti”. Roberto sabe que no le miente, pero eso no quiere decir que todo aquello no sea más que un sueño, un sueño extraño, nada más. Se levanta y camina con el hombre a su lado, se detiene frente a la puerta y duda, “No temas, lo que hay ahí dentro sólo te pertenece a ti”.
En la habitación huele a humedad. A simple vista parece una habitación de hotel: una cama sin hacer, una mesita, un armario empotrado y otra puerta que debe conducir al baño. Junto a la cama una alfombra, sobre la alfombra una mujer. Está desnuda y lo mira desafiante, medio erguida, apoyando el peso de su cuerpo sobre los codos, se relame y mira a su alrededor. Rodeando la alfombra hay varios cubos de pintura repletos de algo que Roberto no consigue identificar, apoyado en la pared hay un palo largo con uno de sus extremos cubierto con un trapo. La mujer sonríe y no deja de frotar sus piernas entre sí, se contornea y juguetea con sus pezones oscuros y duros. Luego, sentada sobre la alfombra, coge uno de los cubos y lo levanta sobre su cabeza, “Roberto, te llamas Roberto, ¿verdad?” y su voz es dulce como la anestesia, el cubo gira y su contenido se derrama sobre su cara y su pelo, lo traga y lo escupe, resbala por su cuello y sus pechos, sigue deslizándose hacia abajo y acaba en la alfombra. Roberto ya sabe qué es ese líquido, ya sabe qué debe hacer. Se acerca a otro cubo y la mujer espera ansiosa su premio, se retuerce en el suelo con las manos en su coño mientras Roberto la cubre con su semen, él se siente bien, se siente mejor que nunca. Con la alfombra totalmente cubierta de aquel jugo la mujer gira sobre sí misma, se pone a cuatro patas y agacha su cabeza mientras gime, su culo y su coño se muestran orgullosos y reclaman su merecido, un cubo es vaciado, luego otro. Roberto mira el palo apoyado en la pared y va en su busca, quita el trapo y una gran lengua aparece en ese extremo, una lengua que se agita y se relame, una lengua sedienta. La mujer no deja de gemir y abre sus nalgas con ambas manos, Roberto recorre la zona con la lengua, con fuerza, la lengua crece cada vez más y la mujer grita de placer, se introduce en su coño y el semen rebosa por los lados, una y otra vez, luego busca su ano y trata de penetrarlo con ferocidad, la lengua es enorme pero la furia también, no deja de girar el palo y empujar mientras la mujer pide más, el semen le cubre los tobillos y le cuesta mantener el equilibrio. El sudor le cae por la frente y no le deja ver con nitidez, finalmente, la lengua logra entrar en su culo, lo deforma y un chapoteo indecente llena la habitación. La mujer, irreconocible, tan sólo un renacuajo gelatinoso ensartado, se agita al ritmo de la lengua; Roberto suelta el palo y observa, mira sus manos y no encuentra ningún sitio donde limpiarlas, todo está cubierto de él en aquella habitación.
“No es necesario que decidas ya, pero tu tren está listo para salir”, el anciano le miraba de reojo, su atención parecía centrarse en otro punto del andén. Roberto no sabe bien qué decir y la duda se muestra en su mirada. “Vamos, ya te dije que lo que pasara allí dentro sólo te pertenecía a ti, nadie puede saberlo. ¿Fuera?, una vez fuera no recordarás nada de lo que aquí ha ocurrido, como te lo cuento, puedes quedarte si lo deseas pero una vez vuelvas no te llevarás nada contigo. ¡Claro que hay gente que ha decidido quedarse¡ ¡Mírame a mí¡ ¿Qué podía esperar un viejo como yo del otro mundo? Sí, ya sé, tienes una mujer, una familia, no podrías quedarte, blablabla, es duro encontrarse a solas con uno mismo, ¿verdad, joven?” El anciano se marcha sonriendo y Roberto camina hacia su tren, vuelve la vista atrás y mira los rostros de toda aquella gente que espera, le molesta la luz, es todo tan blanco, es todo tan igual.