He de reconocer que no me he especializado en el olor a potorro, pero me encanta bajar al pozo con frecuencia, siempre que tengo oportunidad lo hago, y me gusta el olor natural a chocho, con sus hedores fuertecitos, aunque esté bien higienizado, y a poder ser que esté muy sudado, en un cóctel de hedores que sí, pueden resultar, particularmente desagradables cuando no tienes el cipote enhiesto, un olor a revenido, pero cuando estás cachondo tragas con ellos y lo que haga falta. No obstante, no he podido identificar un olor particular de coño para cada fulana de distinto origen que me pueda haber follado.
Me gustan los coños afeitados, algo que no he encontrado con frecuencia, porque las tipas que me he pasado por el entrepierno eran vagas y poco dadas a podar el seto y esas cosas. He visto potorros bien depilados entre las casquivanas en algún que otro lupanar, pero en esos casos no me he atrevido a explorarlo con mi lengüecilla juguetona por razones obvias.
Una vez me follé a una rumana especialmente cerda, con una pelambrera chocheril más densa que cualquier bosque caducifolio de los Cárpatos, así morenote, con unas bragas más viejas que la faja de mi difunta abuela. Además la tipa pegó una cagada previa a la follada, lo que convirtió la experiencia en un infierno. Creo que ya conté algo hace unos años, es una experiencia juvenil en un hostal de mala muerte de cierta ciudad de la provincia de Zaragoza.
Y el chocho que más me gustó degustar podría ser el de una chubby culona que me follé un verano, compañera de trabajo, que venía siempre con leggins y me ponía el rabo como el antebrazo de un hortelano. Tenía una rajita con poco labio, con poco pelo de color claro, castaño casi rubio, y que le olía el parrus a fresa, porque por lo visto se ponía algún tipo de potingue para hacerlo agradable a visitantes agradecidos como un servidor. Pero pese a todo, el olor a pescado estaba presente, pero cierto aroma a fresa que así de entrada, era agradable. Ahora bien, lo bueno es que cuando se baja al pozo se haga lo propio en el ojete para completar la faena, con mordisqueo de nalgas, siempre que éstas sean turgentes y respondan a la forma clásica del culazo respingón. Todo esto con una higiene impecable, que lo de jugársela era cosa de juventud temprana (y trempada), pero ahora no estamos como para muchos trotes.