La carrera de la eriza
Pues me van ustedes a disculpar, pero metí la gamba. ¿Se acuerdan de aquel erizo del que les hablé hace unas semanas, el que cruzaba la autovía a toda leche entre los coches, tiquitiquití, con dos cojones? Bueno, pues no. Quiero decir que no era erizo, sino eriza. Descubrimiento que debo a algunas cartas de lectoras femeninamente correctas interrogándome sobre si desde el coche tuve oportunidad de verle los huevos al bicho. Debo confesar que no. Sé que debí hacerlo, que mi obligación era parar y mirarle la bisectriz antes de hacer tan frívolas afirmaciones. Pero qué quieren que les diga. Yo iba con cierta gana de llegar, y además la autovía no era sitio para dar marcha atrás (imagínense a un picoleto diciéndome hola buenas libreta en mano, y yo contándole algo sobre los cojoncillos de un erizo). Así que, lo confieso, no paré. Lo supuse al verlo, y punto. Luego, las cartas poniendo el dedo en la llaga me han hecho reflexionar y ver la luz. Y ahora estoy en condiciones de entonar el mea culpa afirmando que, en efecto, el erizo en cuestión podía ser tanto macho como hembra. Y que eso de que en la madriguera lo esperaban su eriza y sus ericitos supone una arriesgada, abyecta y machista suposición por mi parte. La verdad es que yo solito nunca habría caído en ello, sobre todo porque a la hora de hablar de un erizo, pues bueno; tal vez me salió de forma automática la asociación con el sexo masculino. Por más que -me apresuro a matizar- los valores a plantear en la reflexión originada por el asunto sean perfectamente extensibles a lo femenino. Aunque la verdad es que me parece una gilipollez andar matizando si el erizo en cuestión era macho con valores compartibles por las hembras o viceversa, o si era un erizo homosexual y quien lo esperaba en su madriguera era otro erizo con tatuajes. Puestos a ser rigurosos, incluso podía tratarse de un erizo solitario, que cruzase la autovía de vuelta de comprarse el Penthouse y el Private en el kiosco de la gasolinera, y tuviese la madriguera llena de púas viejas sin lavar y restos de insectos y hierbajos y cosas -he averiguado también que son omnívoros- sin recoger y sin nada. Pero no sé si eso habría templado la ira epistolar de las antedichas damas, pues tal vez atribuir actitudes de descuido hogareño exclusivamente a los erizos machos sea caer en el mismo pecado sexista. Así que no sé. A mí, la verdad, me pareció un erizo normal, de infantería. Un erizo con libro de familia. De cualquier modo, y tras esas indagaciones a las que antes aludía, hoy les ofrezco por fin la auténtica verdad sobre el erináceo: Era un erizo hembra, o sea, vale, una eriza todavía de buen ver, ligeramente ancha de caderas, de carácter emotivo, activo y secundario, que había cruzado la autovía para buscar algo que comer porque el vago y el imbécil de su marido estaba en la madriguera tumbado a la bartola, sin seguro de paro y sin nada, viendo la tele con un topo amigo suyo -ese sí he comprobado que era topo, y no topa- y hechos los dos unos cerdos de tanto fútbol y tanta cerveza. Y la eriza, que estaba de su marido y del amigote hasta los ovarios, tuvo que cruzar la carretera para agenciarse, de cara a la cena, unas trufas chachis que crecen junto al arcén del otro lado. Y volvía con la mala leche que pueden ustedes imaginar cuando estuve a punto de atropellarla, por eso corría tanto, y también corría porque había puesto unos saltamontes en el horno y se le iban a quemar si no espabilaba. Y he sabido que por fin, cuando llegó a la madriguera blasfemando en arameo, les echó una bronca de narices al erizo y al gorrón del topo, mangutas, que sois unos mangutas, que si no fuera por mí en esta madriguera no se comía caliente, yo por ahí que casi me esclafa en la carretera un hijoputa con ruedas, y vosotros aquí viendo el fútbol. Y todavía, luego, cuando se piró el topo de los cojones, después de cenar, el marido empezó a poner ojitos y a ponerse tierno, ábrete de púas, corazón. Y la eriza le dijo que de púas se va a abrir tu puñetera madre, cacho capullo, que tienes más morro que un oso hormiguero. Que encima no has sido capaz ni de preñarme en ocho años, tontolhaba. Así que por mí como si te la picotea el búho de guardia. Y luego, cuando el erizo se fue a dormir muy mosqueado, farfullando como el mierdecilla que era, la eriza estuvo un rato leyendo a Stendhal, y luego salió a la puerta de la madriguera a fumarse un cigarrillo mirando las estrellas. Un día, pensó, me lo voy a hacer con el topo. Para fastidiar a este imbécil.