Llámese Navidad o fiestas del solsticio de invierno, está bien que llegados al punto álgido del invierno, cuando las noches son las más largas del año -en el norte de Europa casi todo el día es noche- celebremos el momento en que los días empiezan de nuevo a crecer, el nacimiento del sol, como decían los pueblos paganos, o del Niño Dios -el sol, en definitiva- como celebramos en el mundo de cultura cristiana.
En las sociedades agrícolas el parón del invierno, con las tierras heladas o encharcadas que impiden cualquier labor, era el momento apropiado y obligado para estar todos juntos en torno al fuego y almacenar calorías y proteínas durante las largas veladas. Obligados a estar en el interior de las casas, qué otra cosa mejor que comer, beber y cantar, a la espera de que el tiempo levante y se pueda salir de nuevo al campo. Es el tiempo también de visitar a los amigos, y todos procuramos tener viandas y licores con que agasajarlos. Unas fiestas socializantes a las que obliga la climatología y que nos permiten dedicar tiempo y muestras de afecto a nuestros próximos y deudos.
Todo aquello tenía sentido por entonces entre otras razones porque se trataba de algo excepcional. Una consecuencia positiva de la pobreza en la que todos vivíamos, cuando un plato de jamón o un juguete eran nada menos que exclusivos sueños navideños. La desmesura de hoy, en la que los caramelos que arrojan los Reyes Magos desde sus carrozas los utilizan los niños más gamberros, saciados de todo, para apedrear a Sus Majestades de Oriente, hace que la Navidad -o las fiestas de solsticio de invierno, lo mismo me da- carezcan de sentido, y lo que era una comida excepcional se haya transformado en la obligación de estar una vez más con la familia soportando las borracheras de unos y de otros, o de cumplir con el ritual de los regalos hacia quienes tienen de todo y no sabemos cómo obsequiar.
Fue en las Nochebuenas cuando mi padre aprovechaba para ir iniciándonos en la cultura del vino, y cuando, superados los estudios de bachillerato, me ofreció por primera vez un cigarro, autorizándome desde entonces a fumar en su presencia. Había sido admitido en el mundo de los adultos.
Hoy la Navidad me abruma con sus excesos. Me parece lamentable que la poca prosperidad que disfrutamos se malgaste en derroches materiales que llenan nuestra vida de banalidad. Lástima que el momento histórico que disfrutamos en Occidente no lo empleemos de forma más elevada y sustancial. Vivimos sin duda una crisis, pero aun de abundancia, aunque no creo que la solución sea un retorno a la pobreza extrema, sino una verdadera revolución cultural.