Juvenal
Clásico
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- 23 Ago 2004
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El diablo está en los detalles
La veo entre la multitud del vagón, sentada unos metros frente a mí; en su regazo, un montón de folios escritos; en su mano derecha, un bolígrafo rojo, con el que va anotando en las hojas. Casi con toda seguridad, es una maestra que, aprovechando el viaje, corrige exámenes.
Ni la molesta cantilena de la gitana rumana que mendiga con un crío inerte entre sus brazos, ni el parloteo de los dos albañiles que regresan del tajo ni el soniquete de la psp con la que mata el rato un adolescente, ni la cháchara de las comadres que cuentan los últimos chismes de la oficina que limpian... Está repleto el vagón, pero ningún detalle se me escapa, de todo y de todos estoy pendiente aunque el resto de los viajeros me supongan enfrascado en la lectura del viejo librito que sostengo.
De cuando en cuando levanto la vista y mis ojos se cruzan con los de la maestra y ella siempre sonríe. También observa.
Me gusta el olor a antiguo que desprenden las páginas de Luciano: un intellettuale greco contro Roma de Aurelio Peretti. Impreso en Florencia, en 1946 nada menos. Un tipo peculiar, ese Peretti, para publicar un libro así en medio de una famélica posguerra, supongo. Creo que he sobrestimado mis capacidades al sacarlo de la biblioteca, me es demasiado árido y mi italiano es muy pobre, por no decir nulo. Necesitaría consultar constantemente el diccionario para sacar algo en claro. No dejo de preguntarme quién sería su último lector, si es que tuvo alguno, pues en aquellos anaqueles acumulaba no poco polvo. Cojo una pequeña cartulina, escribo mi nombre y la fecha de hoy en ella y la dejo dentro del libro. Si alguien en un remoto futuro se preguntase lo mismo que yo ahora, pienso, al menos encontrará una respuesta.
Dejo de leer, me pongo los auriculares del mp3 y me dedico a escrutar, a examinar cuidadosamente a los que me rodean. Y mientras escucho la música, esbozo una sonrisa de suficiencia, pues nada me pasa inadvertido, ningún detalle se me escapa. Todo está dominado, la situación bajo control, como el entomólogo que observa con lupa las mariposas de su colección.
Me doy cuenta de todo.
Disimula el traqueteo del tren las miradas furtivas que le lanzo a la maestra, que tiene las mejillas arreboladas y los ojos alegres y traviesos. Es bajita, apenas sobrepasa el metro y medio, de ondulado pelo castaño y su cara es la cara de una niña. Sigue corrigiendo exámenes, mordisquea el bolígrafo, pasa la lengua por sus labios... Y sólo un atento y muy perspicaz observador sería capaz de descubrirle alguna cana oculta en los aladares. Yo lo hago, si bien es cierto que la mayoría de las veces que dirijo mi vista a ella no puedo sustraerme a su busto, más que generoso.
De los pechos subo al cuello, adornado con una cinta negra de la que pende algo que no logro reconocer al principio. Luego caigo en la cuenta, el colgante es una moneda, un duro de plata con la efigie de un Alfonso XIII niño.
Disminuye la velocidad, estamos a punto de entrar en la estación; pronto acabará el viaje y ella se acerca. Se me acelera el pulso con cada paso que da hacia mí, cuanto más se aproxima más fuerte late mi corazón. Es imprescindible causarle la mejor impresión posible, me repito una y otra vez. Sólo quiero escuchar su voz, que fluyan sus palabras y que rompan el hielo...
—Perdona —dice ella antes de bajar, apenas conteniéndose la risa—, llevas la bragueta abierta.
La veo entre la multitud del vagón, sentada unos metros frente a mí; en su regazo, un montón de folios escritos; en su mano derecha, un bolígrafo rojo, con el que va anotando en las hojas. Casi con toda seguridad, es una maestra que, aprovechando el viaje, corrige exámenes.
Ni la molesta cantilena de la gitana rumana que mendiga con un crío inerte entre sus brazos, ni el parloteo de los dos albañiles que regresan del tajo ni el soniquete de la psp con la que mata el rato un adolescente, ni la cháchara de las comadres que cuentan los últimos chismes de la oficina que limpian... Está repleto el vagón, pero ningún detalle se me escapa, de todo y de todos estoy pendiente aunque el resto de los viajeros me supongan enfrascado en la lectura del viejo librito que sostengo.
De cuando en cuando levanto la vista y mis ojos se cruzan con los de la maestra y ella siempre sonríe. También observa.
Me gusta el olor a antiguo que desprenden las páginas de Luciano: un intellettuale greco contro Roma de Aurelio Peretti. Impreso en Florencia, en 1946 nada menos. Un tipo peculiar, ese Peretti, para publicar un libro así en medio de una famélica posguerra, supongo. Creo que he sobrestimado mis capacidades al sacarlo de la biblioteca, me es demasiado árido y mi italiano es muy pobre, por no decir nulo. Necesitaría consultar constantemente el diccionario para sacar algo en claro. No dejo de preguntarme quién sería su último lector, si es que tuvo alguno, pues en aquellos anaqueles acumulaba no poco polvo. Cojo una pequeña cartulina, escribo mi nombre y la fecha de hoy en ella y la dejo dentro del libro. Si alguien en un remoto futuro se preguntase lo mismo que yo ahora, pienso, al menos encontrará una respuesta.
Dejo de leer, me pongo los auriculares del mp3 y me dedico a escrutar, a examinar cuidadosamente a los que me rodean. Y mientras escucho la música, esbozo una sonrisa de suficiencia, pues nada me pasa inadvertido, ningún detalle se me escapa. Todo está dominado, la situación bajo control, como el entomólogo que observa con lupa las mariposas de su colección.
Me doy cuenta de todo.
Disimula el traqueteo del tren las miradas furtivas que le lanzo a la maestra, que tiene las mejillas arreboladas y los ojos alegres y traviesos. Es bajita, apenas sobrepasa el metro y medio, de ondulado pelo castaño y su cara es la cara de una niña. Sigue corrigiendo exámenes, mordisquea el bolígrafo, pasa la lengua por sus labios... Y sólo un atento y muy perspicaz observador sería capaz de descubrirle alguna cana oculta en los aladares. Yo lo hago, si bien es cierto que la mayoría de las veces que dirijo mi vista a ella no puedo sustraerme a su busto, más que generoso.
De los pechos subo al cuello, adornado con una cinta negra de la que pende algo que no logro reconocer al principio. Luego caigo en la cuenta, el colgante es una moneda, un duro de plata con la efigie de un Alfonso XIII niño.

Disminuye la velocidad, estamos a punto de entrar en la estación; pronto acabará el viaje y ella se acerca. Se me acelera el pulso con cada paso que da hacia mí, cuanto más se aproxima más fuerte late mi corazón. Es imprescindible causarle la mejor impresión posible, me repito una y otra vez. Sólo quiero escuchar su voz, que fluyan sus palabras y que rompan el hielo...
—Perdona —dice ella antes de bajar, apenas conteniéndose la risa—, llevas la bragueta abierta.