Cuando una vecina de una tía abuela a la que le cortaba las uñas de los pies los domingos falleció ocupé su casa para usarla como vivienda habitual. Era una casa antigua y oscura con olor a cueva y orines que se me acabó llenando de ratas por culpa de los malos hábitos de la antigua inquilina y de los míos y no me quedó más remedio que coger un gato callejero para acabar con la plaga. Fue el primer felino que tuve si no contamos con los cientos de hijos que tuvo porque nunca llegué considerarlos realmente míos. El gato al que bauticé como José Alfredo resultó ser una gata, y la muy puta se escapaba todas las noches por los tejados en busca de experiencias orgíacas con todos los gatos de la vecindad: castrados, sin castrar, solteros, casados, con hijos, tuertos, obesos, escuálidos, con collar antipulgas, con sida... le daba a todo.
Al principio regalaba los gatitos por ahí o los dejaba en cajas en los descapados pero en algún momento la situación se hizo insostenible. Debido a mi incurable desidia algunos acabaron creciendo demasiado y llegaron a edades peligrosas y más de uno acabó agrediéndome sin mediar palabra hasta hacerme sangrar, así que acabé llamando al veterinario y el muy hijo de puta me quería cobrar ochenta euros sólo por esterilizarla, sin contar con los medicamentos, que seguramente habrían hecho subir la factura al doble. Total, que un día cogí una piedra y los maté a todos a pedradas. Bueno, a todos no, José Alfredo o Josefa Alfreda acabó huyendo por los tejados.
Los gatos se nos presentan en esta vida como seres cariñosos e inofensivos pero curiosamente en el mundo onírico representan la llegada de malos presagios: algo terrible hicieron en tiempos remotos para quedar grabados en el inconsciente colectivo como algono nocivo. El perro es fidelidad, adiestramiento, compañía, catolicismo. El gato es suciedad, orcuridad, egoísmo, paganismo. Muerte a los dos, a los perros y a los gatos, y vivan los conejos, que viven en jaulas y están muy ricos.