La única razón por la que no me gustaría que el fútbol perdiese popularidad es por el convencimiento íntimo de que sería sustituido por algo aun más aburrido.
Para los que somos indiferentes a ese omnipresente, obsesivo y machacón monotema, la sensación de vivir en una burbuja aislados de nuestros semejantes puede ser más que una metáfora. El espacio que acupa ese deporte en la prensa, televisiones, conversaciones de barra de bar y vida social en general es absolutamente mastodontico y desproporcionado, y coloca en fuera de juego (nunca mejor dicho) al que, aunque sea de modo tangencial, no comparta un mínimo de ese interés.
No soporto ver a dos adultos hechos y derechos con chorradas de guardería sobre los botijos del Madrid y la hormona de crecimiento de Messi. Me deprime hasta lo más negro un domingo vespertino con el sonido de las radios y sus voces engoladas (en los dos sentidos). Me resultan ridiculos los cretinos disfrazados con gorras, bufandas, camisetas y demás parafernalias de su equipo alborotando y ensuciando por donde quiera que pasen. Con todo el valor de desahogo y cohesión social que pueda llevar aparejada esa afición, no consigo verla más que como el epítome del hombre masa, acritico, gregario, prepotente, agresivo, superficial, vacuo, irreflexivo, truño y carente de todo interés.
Pero si me prestasen una máquina del tiempo, volvería a julio del 82, y me las arreglaría para pagar a un sicario para que le rompiese las piernas a Paolo Rossi, y así tal vez ver levantar la copa a Zico, Falcao, Toninho Cerezo y compañía, el único equipo que llego a fascinarme de alguna manera en toda mi vida.