Uncle Meat
Leyenda
- Registro
- 10 Sep 2005
- Mensajes
- 24.592
- Reacciones
- 13.774
Ya lo he contado alguna vez por aquí. En Granada se jugaba, entre otras barrabasadas, a LA CORREA. ¿En qué consistía este maravilloso juego? Pasen, pasen y vean.
Uno, que era "el mano", se encargaba de esconder la correa en un espacio determinado; una placeta, una planta de un edificio en obras, una calle con fronteras imaginarias, etc. El resto, que se encontraba en "una zona de seguridad", esperaba a que el mano diera por concluida su labor de esconder bien el cinto y diera el aviso. Cuando se daba el aviso, todo dios salía en estampida a buscar la correa.
El mano iba diciendo "frío" o "caliente" conforme uno se iba acercando al objetivo. Y en cuanto uno lo encontraba, había que salir por patas hasta la zona de seguridad, porque el afortunado -que después pasaba a ser mano en la siguiente ronda- tenía carta blanca para MASACRAR con la correa a todo el que pillara por medio.
Este simpático juego tenía el aliciente de que, a cambio de unos cuantos hebillazos -que podía ser ninguno, dependiendo de lo veloz que se fuese-, tenías el reconfortante premio de dejar a un hamijo hecho un cristo.
Ni que decir tiene que uno llegaba a casa tal que asina:

Uno, que era "el mano", se encargaba de esconder la correa en un espacio determinado; una placeta, una planta de un edificio en obras, una calle con fronteras imaginarias, etc. El resto, que se encontraba en "una zona de seguridad", esperaba a que el mano diera por concluida su labor de esconder bien el cinto y diera el aviso. Cuando se daba el aviso, todo dios salía en estampida a buscar la correa.
El mano iba diciendo "frío" o "caliente" conforme uno se iba acercando al objetivo. Y en cuanto uno lo encontraba, había que salir por patas hasta la zona de seguridad, porque el afortunado -que después pasaba a ser mano en la siguiente ronda- tenía carta blanca para MASACRAR con la correa a todo el que pillara por medio.
Este simpático juego tenía el aliciente de que, a cambio de unos cuantos hebillazos -que podía ser ninguno, dependiendo de lo veloz que se fuese-, tenías el reconfortante premio de dejar a un hamijo hecho un cristo.
Ni que decir tiene que uno llegaba a casa tal que asina:
