Una batalla del Gran Capitán:
La Toma de la Isla de Cefalonia en el año 1500:
Posesión veneciana desde muy antiguo, Cefalonia llevaba unos años en manos turcas. Un poco más extensa que Corfú, alternaba en su litoral largas playas y blancos acantilados calizos, que daban albergue a nutridas colonias de aves marinas. El interior era rocoso y abrupto. La fortaleza de San Jorge, alzada sobre un promontorio cercano al mar, señoreaba en toda la isla. Bajo su atenta mirada, en una honda ensenada de más de quince kilómetros de longitud, situada entre los pueblos de Angostolion, la actual capital, y Lixuri, se amparó del temporal a principios de noviembre la mayor parte de la flota cristiana. El resto se repartió por la isla, utilizando preferentemente las amplias calas del norte y el este. Muy posiblemente algún contingente se trasladaría a la cercana Ítaca.
Custodiaba la isla una orta de 700 jenízaros al mando del enérgico capitán Gisdar, un albanés pagado por Constantinopla. Ya sabía esta guarnición de combates y asedios, pues durante cuatro meses los venecianos la habían cercado sin éxito.
Como primera medida, el Gran Capitán recurrió a la negociación, por si era posible evitar una confrontación armada, y si no, sonsacar el estado de ánimo de los defensores y su disposición ante un nuevo asedio. Para ello acudieron a la fortaleza dos mensajeros, el español Gómez de Solís y el veneciano Pucio. Buenos oradores, instaron a Gisdar a entregar la ciudadela, recordándole que tenía enfrente a los vencedores de los moros de Granada y de la poderosa Francia. No se hablandó el albanés por palabras tan escogidas. Experimentado, buen conocedor de la guerra y de todo lo acontecido en Italia y otros lugares, contestó que sabía de la valentía de los españoles y de su Gran Capitán, pero no pactaba y, además, podían estar bien seguros de que, si Alah no les concedía la victoria, ni a él ni a sus hombres podían cogerlos con vida. Como gesto de caballerosidad y al mismo tiempo de arrogancia, regaló al Gran Capitán dos bandejas de oro. En una de ellas iba un fuerte arco, en la otra un rico carcaj repleto de flechas. Así de cortas fueron las negociaciones. El regalo no dejaba dudas sobre las intenciones de los turcos, que preferían el sacrificio a manos de los cristianos antes que presentarse delante del sultán como cobardes, pues sabían que poco les duraría entonces la cabeza sobre los hombros.
A simple vista se veía lo inaccesible del castillo. Sus altos y gruesos muros coronaban una atalaya de pura roca a la que se dirigía un único camino fácil de defender. Por el lado contrario, el mar ceñía los acantilados donde se asentaba la fortaleza y era su mejor centinela. Muchísima dificultades encontraron los artilleros para emplazar sus ingenios por lo empinado del pedregoso terreno, que se resistía a cualquier preparación. Frente a la puerta principal del castillo se alzaba un pequeño montículo con algo de tierra que de piedras. Allí colocaron varios cañones, pero no todos los que hubieran querido, por lo reducido del lugar. Sobre él quedó también ubicada, detrás de la artillería, la tienda del general español y las de los jefes venecianos.
Muy próxima al enemigo se preparó una trinchera aprovechando los accidentes del terreno. Los capitanes Villalba y Pizarro se instalaron en ella con 600 peones y muchos arcabuces. A la derecha de la batería del montículo, pero más adelantados, Diego de Mendoza y Pedro de Paz con 200 hombres de armas como infantería pesada y 200 jientes acompañados de 1.500 infantes. Una gran torre, a la que llamaron del espolón, se llevó ella sola 100 caballeros, 100 jinetes y 1.000 soldados de a pie mandados por el comendador Mendoza y Pedro de Hoces. Rodeando la fortaleza hasta el lado de los precipicios que daban al mar se repartieron 1.500 hombres. Por toda la isla destacamentos y patrullas. La flota aliada permanecía alerta ante una posible tentativa enemiga de recuperar la isla, que no llegó a ocurrir.
Fueron los basiliscos venecianos los primeros en escupir sus pesadas pelotas de hierro fundido contra las recias murallas del castillo de San Jorge. Las bombardas españolas no tardaron en acompasar con su estruendo la infernal orquesta. El castigo fue tremendo, pero no el adecuado para aquella obra defensiva tan bien construida y mejor situada, que sumaba a su pasiva resistencia la tenacidad de los guardianes. Inmejorables aliados tuvieron los turcos en los pedregales y pendientes que circundaban la fortaleza. La falta de un suelo estable imposilitaba el uso eficaz de la artillería. Por ello, se recurrió a las minas, que realizaron con éxito Micer Antonello y Pedro Navarro, el cautivo liberado por el Gran Capitán en Sicilia. Con los cimientos socavados, un lienzo de muralla se derrumbó con gran estrépito. Lazando su grito de guerra: ¡Santiago y Cierra España!, los de Iberia se abalanzaron decididamente al asalto. Con ellos iba su capitán general, espada y rodela en mano, dando ejemplo como un alférez más. Conforme avanzaban, se disipó la polvareda y apareció detrás de los escombros del derribo un muro de ocasión que los jenízaros habían levantado previamente al localizar la mina. Así y todo prosiguió el ataque, empleándose escaleras para subir a lo alto y entablar una cruda pelea cuerpo a cuerpo. Hubo valentía por ambas partes, pero la porfía de los turcos, que parecían pegados a sus defensas, rechazó el ataque.
La ferocidad de los jenízaros era legendaria. Consumados arqueros, disparaban lluvias de flechas, algunas de las cuales eran incendiarias y otras portaban veneno. Una de ellas acertó al capitán Sancho Velasco, quien al poco murió a causa de la dolorosa herida. También se fue al cielo un aventurero húngaro de noble cuna que peleó como una fiera. Los defensores arrojaban piedras que aplastaron muchos cascos y escudos. Derramaban aceite hirviendo que provocaba horrorosas quemaduras, que muy fácilmente se infectaban. Empleaban unos garfios, llamados lobos por los españoles, con los cuales prendía a los asaltantes desprevenidos que se arrimaban al pie de las murallas y los izaban a gran altura para luego soltarlos y que se estrellaran contra las rocas. Uno de estos lobos capturó al capitán García de Paredes. Vieron los otomados que se protegía con una buena amardura y lo subieron para quitársela y pedir rescate por él. Pero con descomunal esfuerzo, el extremeño logró zafarse y manejando la espada con sorprendente destreza dejó fuera de combate a varios de sus enemigos. Los demás, desconcertados por hallar tanta energía en quien creían abatido, dudaron de sus propias fuerzas y concertaron con él un trato de no agresión si, a cambio, esperaba el rescate encerrado en una celda. No tenía García de Paredes mucho en donde elegir, así que aceptó las condiciones que le exigieron sus captores.
Los turcos no eran enemigos de fiar ni copados como estaban. No conformes con esperar los asaltos para ir quebrando enemigo, intentaron varias salidas nocturnas para destruir los cañones e infligir graves destrozos en el campamento de los cristianos. El fuego de arcabucería, bien dirigido desde las trincheras españolas, evito el desastre y les hizo desistir tras sufrir cuantiosas bajas. Mas no se desanimaron por ello. Obstinadamente, cabaron un túnel subterráneo que desde el interior de la fortaleza atravesaba la tierra de nadie en dirección al montículo de las bombardas, donde se alzaba la tienda del Gran Capitán. Ese era el lugar elegido para acumular en una gran bóveda barriles de pólvora con los que hacer saltar por los aires el punto más fuerte del dispositivo del asedio. La leyenda cuenta que tuvo un sueño D.Gonzalo en el que vio el túnel. Fuera el sueño o la continua vigilancia een que se mantenía el campamento español, lo cierto es que se detectó la mina y se atajó con su correspondiente contramina, que convenció a los jenízaros de lo vano de sus intentos.
Sigueron días de continuos forcejeos que a ninguna parte llevaron. Después de varios ataques infructuosos de los españoles lo intentaron los venecianos. Por Venecia se luchaba y por ella 2.000 de sus hijos acometieron contra la fortaleza confiados en recuperar la plaza. Combatieron bravamente, pero la firmeza de los turcos les obligó a retirarse dejando en el empeño a numerosos de los suyos. Muy desilusinados, dejaron que sus aliados volvieron a llevar el peso de las acciones.
La obstinada resistencia de los turcos, unida a la inclemencia del tiempo, la humedad salitrosa del mar y a la aspereza del terreno endureció la vida en la isla. Enfermos y heridos, muchos de ellos incurables, ee acumulaban en lugares pestilentes donde la falta de higiene aumentaba sus males. Hacía tiempo que se había agotado la harina para hacer gachas, pan y bizcochos, el alimento básico de la tropa. La dieta se limitó a raquíticas raciones de legumbres secas y carne de caballo y burro mal condimentada, pues de cabras y corderos ya se había dado cuenta hacía tiempo. Los soldados recolectaban por el campo tubérculos, raíces y cualquier hierba que no los matara. La miseria aumentaba con los días.
Un hecho, atribuido por muchos a un milagro, apaciguó las penas de los expedicionarios. Un barco merante naufragó cerca de la costa y casi todo su cargamento, consistente en castañas y avellanas procedentes de Alejandría, llegó a la orila arrastrado por la marea. Estos frutos aliviaron los estómagos descontentos hasta que, semanas más tarde, volvieron las naves enviadas a Sicilia y la Calabria.
Con el estomago vacío o lleno, la estancia en aquella isla apartada y arisca, tan cercana a la bases turcas de Grecia y los Balcanes, no se podía mantener indefinidamente. Por ello se tomó la resolución de dar un asalto definitivo, que acabara con los turcos y con aquella situación lamentable que amenazaba a desastre.
Bombardas y basiliscos de bronce castigaron a conciencia las fortificaciones durante días, en postrer intento por doblegar la resistencia de las gruesas paredes. Además, Pedro Navarro preparó minas explosivas para secundar a los artilleros en la demolición de lienzos y torreones. Frente a la impotente torre del espolón formaron los vizcaínos con su jefe Lazcano. La noche previa al asalto pocos durmieron. Los aliados por últimar los preparativos y por la tensión de saber lo que ocurriría el día siguiente. A los defensores no les dejaron dormir. Las bombardas y un nutrido fuego de arcabucería, bien dirigido por mosen Hoces, batieron las murallas manteniendo en continua vela a los turcos por temor a un ataque nocturno. Muertos de sueño vieron amanecer.
La mañana siguiente se presentó desapacible. Muy temprano, antes de dar la batalla, Gonzalo Fernández de Córdoba arengó enérgicamente a sus tropas, provocándolas con el recuerdo de sus hazañas. Enardecidos por las palabras de su capitán, que las traían a la memoria tan sonadas victorias, los veteranos, lanzando su grito de guerra, cargaron con renovada furia contra la fortaleza como si de combate a campo abierto de tratara. Entre ellos, como uno más, el Gran Capitán, dispuesto a compartir el riesgo con sus hombres. Dirigieron todo su esfuerzo contra un muro de ocasión que parecía más flojo que los demás. Apoyaron las escalas en las paredes y treparon como gatos, cubriéndose la cabeza con las rodelas para no caer víctimas de la lluvia de piedras y flechas que los turcos les dedicaban. Uno de los primeros en subir fue el capitán Martín Gómez que, con desprecio de las heridas que le mortificaban, contuvo a los jenízaros con gran valentía, permitiendo con ellos que los que le seguían subieran al camino de ronda de la muralla con el menor daño posible. Así y todo las rocas que circundaban el castillo estaban sembradas de cadáveres ensangrentados y heridos que gemían de dolor.
Cada vez eran más los hombres acumulados en lo alto de la murralla. El ruido de los aceros y los gritos se mezclaban en frenética confusión, Cada uno peleaba por su vida sin acordarse de bandera ni rey. El valor, el coraje y la temeridad empujaban a los españoles en aquel angosto lugar. Pero nada ni nadie parecía poder torcer la férrea voluntad de los guerreros otomanos, que resistían como rocas las acometidas más feroces.
En otro punto distante del castillo se desarrollaba idéntica pelea, para de este modo dividir y mermar la eficacia de las flechas y los alfanjes turcos. Informado Gonzalo Fernández de lo reñido de los combates, ordenó traer un puente de madera que había sido construido para la ocasión la noche anterior. Lo colocaron rápidamente contra uno de los muros reparados y por él pasaron en tromba varias capitanías de reserva, que esperaban el momento de intervenir. La sorpresa del plan tuvo éxito y cogió desprevnido al enemigo, que muy poca resistencia ofreció en aquel lugar. A continuación, los soldados se desperdigaron por el interior de la fortaleza luchando con despiadado coraje, deseosos de rendir a los turcos. Los heridos estorbaban a los muchos que empujaban desde atrás con ánimos de querer pelear en la primera fila. Los capitanes, celosos unos de otros, alardeaban delante de sus hombres y no dejaban que nadie les igualase en bravura y arrojo. García de Paredes, haciendo uso de su gran fuerza, abrió a porrazos la puerta de la celda donde sus captores lo tenía prisionero y acudió raudo a unirse a la batalla, que no iba a dejar que terminara sin él. Furioso por el deshonor de su encierro, la pagó con los desafortunados enemigos que encontró en su camino. El Gran Capitán, olvidándose del rango que ocupaba y repartiendo estocadas a cuantos otomanos le salían al paso, se perdió en la refriega como uno más. Los soldados, al ver a su general entregado a la bélica tarea sin que el brazo le desmayara, tomaron ejemplo y redoblaron sus esfuerzos, no queriendo ser menos que él.
El castillo de San Jorge temblaba hasta sus cimientos como sacudido por un terremoto. El clamor de la batalla sobrepasaba los límtes de sus muros. Olía a sangre, a sudor y a humo; a madera quemada y a degollina. Acorralado, Gisdar se retiró con los hombres que aún se matenían en pie hacia el interior del reducto, desde el cual, imaginaba, poder conseguir alguna ventaja. Pero los españoles habían sufrido mucho y les hervía la sangre. Pasando por alto de los muertos embistieron a los últimos jenízaros, que les esperaron a pie firme como si el asedio acaba de empezar. Se trabó dura pelea, esta vez con un claro vencedor. No hubo clemencia ni nadie la pidió. Era el momento de terminar con todo aquello. El albanés, como buen soldado, supo estar a la altura de las circunstancias. No lo cogieron vivo. Murió como predijo, atravesado a cuchilladas y arcabucazos en medio de los cadáveres de sus fieros guerreros, para los que se día se abrieron de par en par las puertas del paraíso.
Sin nadie a quien matar, se calmaron los ánimos y volvieron a ser personas. En la más alta de las torres se izaron tres banderas: la de los reyes de España, la del de San Marcos por Venecia y otra con una cruz, para que se viera desde bien lejos a quien pertenecía la fortaleza y toda la isla de Cefalonia.
Se recogieron los heridos y se contaron alrededor de un centenar de bajas propias. Los turcos no tuvieron heridos, sólo 700 muertos, toda la guarnición. Era la nochebuena del año 1500. El día de Navidad se celebró una solemne misa de acción de gracias en el patio de armas del castillo de San Jorge. De esta manera se puso final a la que el Gran Capitán calificó como la más brava batalla que jamás vió ni oyó.
Fuente: "El Gran Capitán. Campañas del Duque de Terranova y Santángelo". Antonio L. Martín Gómez. Editorial Almena.
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