De tu post, quitando lo que es particular en tu caso, me quedo con las tres palabras que son claves en toda madre castradora. Hay más, pero desde luego estas tres se dan en todos los casos que yo he visto: tutela, control y fiscalización. Las tres van de la mano.
Tutelar, nos dice el diccionario, es "cuidar de la persona y los bienes de aquel que, por minoría de edad o por otra causa, no tiene completa capacidad civil". Uno, conforme va creciendo y va haciéndose primero adolescente, luego joven y luego adulto, debe ir adquiriendo esa capacidad, esa competencia para ocuparse de sus propias cosas. Las madres castradoras no dejan que el niño adquiera competencia ni capacidades, le mantienen siempre bajo su amparo y su cuidado, tratándoles con desacuerdo a su edad. Para ello utilizan el control, porque no se puede escapar nada a su control, si no corremos el riesgo de que el niño obre y piense y juzgue y tenga criterio propio para sus cosas y, lo que es más terrorífico, que no sea el mismo que el nuestro o incluso -dios no lo quiera- el contrario. Y por supuesto hay que fiscalizar cada cosa que hace, cada paso que se da, porque cada paso que se da que no está visado previamente por momó o autorizado o aceptado o incluso directamente instigado, es una potencial rebelión. Y así tenemos a tíos de cuarenta años que son incapaces de comprarse unos pantalones sin que mamá les dé el visto bueno, aunque mamá no tenga criterio y luego vayan hechos unos adefesios igual, o que si se tienen que comprar un colchón lo primero que piensen es ir a comprarlo con mamá porque es mamá la que controla, porque mamá sabe más siempre. Sí,
@Ferris, hablo de ti, que cuando se te dice de irte de viaje y ver mundo tu respuesta es "no porque menudo disgusto se va a llevar mi madre". Con cuarenta años que tienes.
Al final, de tratar al hijo como un incompetente, consiguen que este realmente lo sea. Si lo peor que pasara es que no saben comprarse unos pantalones, no sería un drama. El problema es que de lo demás tampoco, porque nunca jamás se han desarrollado más allá de la infancia. Nunca han adquirido las competencias para enfrentarse a la vida, a lo cotidiano, o a los grandes retos que la vida plantea. Nunca desarrollan capacidades. Nunca un criterio propio. Se consigue un hijo con un mundo reducido que orbita alrededor de momó (fuera de las fronteras de su falda hay leones) y un inválido vital que es incapaz de relacionarse en términos de igualdad con el resto de la gente y con el mundo. Muchos de estos te rebaten que no, porque tienen un trabajo adulto, y eso un niño no lo tiene, sin darse cuenta de que ese trabajo no es muy distinto a cuando un niño va al cole: sale de la falda de mamá, hace sus cositas en el trabajo y luego vuelven con mamá. Suelen ser además trabajos en los que su actividad es pasiva, monótona, controlada, repetitiva, controlada, porque naturalmente un trabajo ejecutivo y de toma de decisiones no les iría bien: no pueden llamar a su mamá a ver qué opina ella.
He visto a madres ir a matricular a los niños a la universidad con ellos de la mano. He visto a tías de veintiocho años volviéndose a casa a las diez de la noche porque si no mamá se preocupa. He visto a hijos creer que su deber es obedecer siempre y en todo caso a sus padres y que no conciben hacer algo que no esté autorizado por ellos, ni siquiera vestir diferente. Madres encontrarse con sus hijos treintañeros en la calle y colocarles la ropa y decirles que mira cómo me llevas el jersey. Madres que no dejaban a su hijo adolescente afeitarse "porque si no te sale más barba", haciéndose la ilusión de poder impedir hasta el crecimiento físico del chaval; qué es eso de que no sigas siendo un niño, ni se te ocurra hacer algo que haga que te pueda salir barba. También vi una vez, y me quedé helado, cómo un tío ya con los huevos negros dejaba que su madre sacara un pañuelo y lo mojara con la punta de la lengua para quitarle una manchita que tenía en la cara.
Es de un egoísmo brutal. Traer a una persona al mundo para moldearla a tu gusto, para domesticarla como si fuera tu perro, cortarle las alas, asegurarse de que no va a volar ni muy lejos ni sin tu permiso, tenerlo bajo la bota y manejarlo como un títere, como una cría que arrastra a su muñeco y le dice cómo ponerse, qué hacer, qué decir y hasta qué pensar y le regaña si se sale de la línea.