Yo compartí piso con un mormón, por no fallar a mi costumbre de convivir con gente rara. Según me contaba, llevaba las normas de su religión a rajatabla, no fallaba ni a una sola reunión dominical (a las que me intentó persuadir para que asistiera varias veces), se rapaba la cabeza, hacía una cena semanal con el resto de mormones de su iglesia, hacía días de ayuno y tenía prohibido consumir cualquier tipo de psicoactivo, empezando por el café. Algunas tardes merendábamos mientras veíamos una especie de capítulos de dibujitos a modo de catecismo. Trataban sobre un tal José Smith, nombre gitano a más no poder, que iba bautizando por ahí a lo loco y haciendo revelaciones a los indios. Al principio no me dijo que era mormón, luego fue dejando leves pistas que más bien era restregármelo en la cara en plan ''tengo que ir a una reunión espiritual'' o ''mi religión dice que...''. La religión estaba bastante bien, el tío era bastante feliz.
Lo que llevaba francamente mal era la castidad, se ve que el tío debía de tener por miembro viril una broca de carburo porque cada vez que venía su chorba a casa podían pasarse perfectamente una hora empujando la pared hasta el punto de temer quedarme soterrada bajo una montaña de yeso y él con alguna parte del chocho pegada en el pito. Luego resultó que él intentaba convencerla a ella para que se uniera su religión, se bautizara y toda la parafernalia, pero la tía siendo una gambitera de cuidado, no estaba muy por la labor de dejar su vida de pecadora. Cada vez que llegaba, alteraba nuestra paz y silencio con su voz de pito, sus gritos y sus quejas. Algún día fueron discusiones y empujones, otro eran polvos a mansalva, una relación muy entretenida pero con final trágico, que terminó llenando el cuarto de baño con predictores de embarazo y un bonito herpes genital fruto de infidelidades. Usad condón, vuestro dios no podrá salvaros del demonio si tenéis la sangre concentrada en un único punto.