Yo de joven era super sociable, me gustaba salir por ahí y aunque saliese sólo siempre terminaba con alguno de mis innumerables conocidos.
Al pasar la treintena mucho de mis amigos de la infancia empezaron a aburrirme, los mismos chistes, las mismas tonterías que se repetían una y otra vez hasta producirme una vergüenza que ni el alcohol era capaz de disolver.
En este punto mencionaré a uno en especial que a día de hoy sigue poniendo la cara y haciendo el ruido de Millán Salcedo en el sketch de las empanadillas cuando no entiende algo. El gesto ese de medio cerrar un ojo y hacer una especie de pedorreta.
Esta cara, un tío con casi cincuenta tacos y pasados ya más de treinta y cinco desde que eso dejo de tener gracia, si alguna vez la tuvo.
En fin.
Bueno pues eso, poco a poco empecé a dejar a los conocidos de borrachera y decidí salir únicamente con mis amigos de siempre, los del barrio, los que siempre estaban ahí.
Todo iba más o menos bien hasta que un sábado a la tarde estando en casa me apeteció mucho salir a cenar. Estaba yo bastante bajo de moral así que más que cenar lo que necesitaba era no quedarme en casa. Cogí el teléfono y marqué el número del que en aquel momento consideraba uno de mis mejores amigos.
Descolgó, le dije que le invitaba a cenar y a unas copas y me contestó que no iba a salir, que tenía cosas que hacer, así sin más, cosas que hacer.
Llamé a otro, otra excusa;
Llamé a otros, otras excusas.
Cinco o séis llamadas seguidas de otras tantas excusas. Ninguno hizo ni la intención de decirme de quedar más tarde o pasarme por su casa.
Esa noche me fallaron todos, y fue la última vez que descolgué el teléfono para intentar quedar.
Una pizza Tarradellas, un par de copas y el chat de Airtel fueron mi compañía esa noche de sábado.
En ese momento algo cambió en mi interior y me convertí en un asocial. No he asistido a un acto social entre amigos en más de 15 años.
De momento no me arrepiento.
A veces sí.