Spawner
Muerto por dentro
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- 10 Dic 2005
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No soy una persona muy dada a pagar con tarjeta, quizá se trate de un rasgo paleto de mi forma de ser, pero siempre me he sentido más cómodo teniendo una cierta cantidad de efectivo en el bolsillo que poder gastar a mi antojo. Puede que también se deba al hecho de que en Granada no en todos los lugares está permitido hacer pago electrónico, sobre todo si las cantidades que uno ha de abonar son relativamente pequeñas.
Por eso cuando al medio día, al ir a pagar en una tienda que suelo frecuentar, me he dado cuenta de que me faltaba dinero, pese a las palabras cómplices del dependiente, casi amigo ya, y a causa de mi mala conciencia que me impide dejar a deber nada en un comercio, me he visto obligado a acudir a la sucursal más cercana de la entidad bancaria de la que tengo cuenta corriente dispuesto a retirar los 20 pavos que necesitaba.
Era un día agradable de verano, quizá demasiado caluroso, cosa que tiene su punto positivo pues me he ido recreando en las carnes morenas que las mujeres hoy día deciden mostrar con esos shorts vaqueros que más parecen ropa interior que otra cosa. Me acompañaba mi perro, uno al que no suelo sacar porque es la Vegui la que se suele encargar de esas tareas, siempre fue su perro de adopción y a mí no termina de considerarme su dueño, pues no lleva conviviendo conmigo tanto tiempo como con ella. Sin embargo, él es muy feliz cuando lo llevo de paseo, lo infrecuente del hecho, imagino, lo excita e ilusiona.
Además, hoy casi comienzan mis vacaciones, todo lo que tenía que dejar entregado para este mes lo finalicé anoche, demasiado tarde y, aunque he dormido muy poco, me siento a gusto y voy pensando en el siestorro que me voy a meter entre pecho y espalda. Siestorro que espero que esté aderezado con la variedad de piernas que voy mirando de soslayo.
Llego a mi cajero dispuesto a realizar lo que siempre ha sido un trámite rápido y ágil. Inserto tarjeta. Elijo operación. Retirar efectivo. Veinte euros. No imprimir comprobante.
Los cajeros de hoy en día, al menos los de mi banco, son muy lentos y siempre empiezan a hacer ruidos raros mientras te sueltan anuncios del último juego de sartenes o de la nueva tele de plasma. Mientras éste opera, yo acaricio a mi perrete, está contento porque sabe que siempre acabamos en la terraza de un bar y media tapa irá para él. Coño, hoy puede ser un buen día.
De repente el cajero hace un ruido más raro de lo habitual. Pero como La Caixa tiene cajeros de todo tipo, doy por hecho que no conozco este modelo en concreto y que todo es medio normal. Miro la pantalla: imprimiendo comprobante. Qué raro, si le he dicho que no lo quería, que yo soy muy ecológico y le he dado al botoncito verde de ver el saldo en pantalla.
La máquina escupe el papelito y lo leo. Su operación no ha podido llevarse a cabo por problemas internos, acuda con este comprobante a su oficina para recuperar su tarjeta y verificar el saldo de su cuenta. ¿Recuperar mi tarjeta? Esta puta mierda se la ha tragado.
Me pongo algo nervioso, pero no tanto como para enfadarme. Son las 2.30 y aún hay trabajadores dentro, pese a que la puerta de cristal blindada está firmemente cerrada. Bueno, llamaré a la chica que hay dentro y le pediré que me dé mi tarjeta, alguna vez ya me ha pasado y tiene fácil solución –pienso. Doy un par de toquecitos que, a mi entender, son ignorados por la tipa, pero me doy cuenta de que hay dos puertas blindadas, una tras otra y que, quizá, deba golpear más fuerte el cerramiento y así que lo hago. Doy tan fuerte que hasta me duelen los nudillos. Ella se levanta y hace un gesto como queriendo indicar que si estoy loco, yo pongo mi mejor sonrisa y señalando al cajero con una mano le muestro el resguardo con la otra. Nos separan dos barreras de vidrio y la distancia entre nosotros es de unos 5 metros así que no escucho una mierda de lo que dice.
Desaparece un momento y vuelve, y me hace un gesto indicando su reloj. Yo asumo que me está diciendo que la hora de atención al cliente ha terminado y me quedo un poco paralizado. No veo bien qué carajo me quiere decir, porque sigue gesticulando, pero el sol incide sobre los cristales y me deslumbra y casi ni distingo sus formas. Al cabo de un rato se sienta en su mesa y sigue a su rollo.
Pero qué hija de puta –pienso-. Ésta se está equivocando de cabo a rabo.
Vuelvo a golpear la mampara, más fuerte aún. Mi perro que escucha los golpes y es de natural gregario, se une al follón ladrando. Casi a mi ritmo, si yo doy dos hostias, él da dos ladridos. Es un espectáculo llamativo porque mi rostro empieza a evidenciar que lo que hasta entonces había sido el principio de una buena tarde está tomando tintes oscuros.
A la chica le importa una mierda todo, tiene el coño a remojo en su silla y, de cuando en cuando, levanta la muñeca por encima de la pantalla del pc que tiene delante señalándome el reloj. Cada vez que lo hace mis pulsaciones se aceleran exponencialmente.
Ésta no sabe lo que hace, en algún momento tendrá que salir. Por mis cojones que cuando salga me lo arregla y me da la puta tarjeta.
Reconozco no haber sabido templar mis formas y he de admitir que habré usado un lenguaje que seguramente habría ruborizado a la chica si no nos hubiesen separado centímetros de insonorización hecha vidrio. Puta, más que puta. Ya saldrás y me oirás, por mis cojones que me vas a escuchar. Y es que los demonios acuden a la boca de uno cuando está bien encabronado.
Una mujer, inocente ella, ha ido a sacar dinero al cajero, algo acojonada por la imagen que yo estaba dando.
Me he venido arriba y mis golpes han pasado el límite de lo razonable. A cada nudillazo que daba, como Hulk, me enfadaba más y más fuerte golpeaba. Mi perro que, como digo, empatiza pero también es un cobarde de cojones, ha empezado a lloriquear pues cuando hay voces en casa siempre se piensa que es a causa de él y que lo estamos regañando. El pobre, además, es como un puerco espín y, en lugar de lanzar púas, empieza a caérsele el pelo y ya estaba haciendo una alfombra blanca y marrón a su alrededor.
Ella se levanta, se incorpora y se acerca a la primera puerta. Muy digna la abre. Marta está muy buena, buena de cojones. Enfundada en un vestido corto verde que hace juego con sus ojos esmeralda evidencia un enfado bastante importante. Recorre los 5 metros que hay entre ambas puertas con andares contundentes y sus piernas morenas se tensan a cada paso dejando a las claras que hace algo de deporte. Con el ceño fruncido esputa:
Niño, pienso, si tú supieras. Porque Marta está muy buena, aunque no sé si eso ya lo he dicho. Uno la mira y sabe que desearía bucear por dentro de su vestido para recorrer toda la serie de aromas que las distintas partes de su cuerpo puedan emanar. Desde el dulzor de los pezones, a la salinidad del coño y el amargor del culo. Pero no, entre los pecados capitales la Ira manda sobre la Lujuria y, además, ya vengo follado de casa, así que tanta carne al aire no me va a apaciguar ni un momento.
Aunque Marta está muy buena, no parece especialmente diligente y sí desprende un poco de bobería. No en vano, una chica que lleva un llavero con su nombre para recordar cómo se llama no puede ser muy espabilada.
Desaparece detrás del cajero y empieza a hacer cosas, yo no sé qué porque sólo veo parte de su cuerpo pero ahí que se entretiene con traqueteos y empujones. Si no fuera porque va vestida, cualquiera diría que se la están follando una tetra de negros.
El cajero sigue con un concierto de ruidos de lo más extraños y, al cabo de un rato, vuelve y me habla. No abre la puerta que nos separa, imagino que la he intimidado antes al liarme a hostias cual Curro Jiménez contra el cristal.
Sí, Marta está muy buena pero es subnormal. Desaparece mientras me indica que espere un poco. Y yo que espero. Mi perro se ha meado en el mármol del vestíbulo de la sucursal. Espero que le entren ganas de cagar y esté descompuesto y ahí deje un reguero de mierda líquida que huela hasta el lunes que viene.
Aparece un hombre, gordo y vestido con una horrible camisa de cuadros negros y rojos y empieza el traqueteo de nuevo con el cajero. Se escuchan lo que parecen dos hostias metálicas y vuelve Marta, con su mejor sonrisa, una de esas sonrisas que cuando te las dirigen ya parece que te estén haciendo una mamada y casi puedes sentir como la punta de tu polla se empapa en saliva, y me ofrece mi tarjeta. Como es boba aunque está muy buena, no abre la puerta, sino que se pone a cuatro patas y me la hace llegar por el resquicio que hay entre la hoja practicable y el suelo de mármol. O a lo mejor no es tan tonta, porque veo unos pezonacos que da miedo verlos.
Se incorpora y me sonríe, disculpe las molestias y vuelva cuando quiera.
Mierda, he pisado el meado de mi perro con la rodilla. Da igual, hoy empiezan mis vacaciones y he recuperado mi tarjeta. Y la paja con Marta va a ser histórica. Puta, te quiero.
Y, ahora, vosotros, contad aquí vuestros ataques de ira.
Por eso cuando al medio día, al ir a pagar en una tienda que suelo frecuentar, me he dado cuenta de que me faltaba dinero, pese a las palabras cómplices del dependiente, casi amigo ya, y a causa de mi mala conciencia que me impide dejar a deber nada en un comercio, me he visto obligado a acudir a la sucursal más cercana de la entidad bancaria de la que tengo cuenta corriente dispuesto a retirar los 20 pavos que necesitaba.
Era un día agradable de verano, quizá demasiado caluroso, cosa que tiene su punto positivo pues me he ido recreando en las carnes morenas que las mujeres hoy día deciden mostrar con esos shorts vaqueros que más parecen ropa interior que otra cosa. Me acompañaba mi perro, uno al que no suelo sacar porque es la Vegui la que se suele encargar de esas tareas, siempre fue su perro de adopción y a mí no termina de considerarme su dueño, pues no lleva conviviendo conmigo tanto tiempo como con ella. Sin embargo, él es muy feliz cuando lo llevo de paseo, lo infrecuente del hecho, imagino, lo excita e ilusiona.
Además, hoy casi comienzan mis vacaciones, todo lo que tenía que dejar entregado para este mes lo finalicé anoche, demasiado tarde y, aunque he dormido muy poco, me siento a gusto y voy pensando en el siestorro que me voy a meter entre pecho y espalda. Siestorro que espero que esté aderezado con la variedad de piernas que voy mirando de soslayo.
Llego a mi cajero dispuesto a realizar lo que siempre ha sido un trámite rápido y ágil. Inserto tarjeta. Elijo operación. Retirar efectivo. Veinte euros. No imprimir comprobante.
Los cajeros de hoy en día, al menos los de mi banco, son muy lentos y siempre empiezan a hacer ruidos raros mientras te sueltan anuncios del último juego de sartenes o de la nueva tele de plasma. Mientras éste opera, yo acaricio a mi perrete, está contento porque sabe que siempre acabamos en la terraza de un bar y media tapa irá para él. Coño, hoy puede ser un buen día.
De repente el cajero hace un ruido más raro de lo habitual. Pero como La Caixa tiene cajeros de todo tipo, doy por hecho que no conozco este modelo en concreto y que todo es medio normal. Miro la pantalla: imprimiendo comprobante. Qué raro, si le he dicho que no lo quería, que yo soy muy ecológico y le he dado al botoncito verde de ver el saldo en pantalla.
La máquina escupe el papelito y lo leo. Su operación no ha podido llevarse a cabo por problemas internos, acuda con este comprobante a su oficina para recuperar su tarjeta y verificar el saldo de su cuenta. ¿Recuperar mi tarjeta? Esta puta mierda se la ha tragado.
Me pongo algo nervioso, pero no tanto como para enfadarme. Son las 2.30 y aún hay trabajadores dentro, pese a que la puerta de cristal blindada está firmemente cerrada. Bueno, llamaré a la chica que hay dentro y le pediré que me dé mi tarjeta, alguna vez ya me ha pasado y tiene fácil solución –pienso. Doy un par de toquecitos que, a mi entender, son ignorados por la tipa, pero me doy cuenta de que hay dos puertas blindadas, una tras otra y que, quizá, deba golpear más fuerte el cerramiento y así que lo hago. Doy tan fuerte que hasta me duelen los nudillos. Ella se levanta y hace un gesto como queriendo indicar que si estoy loco, yo pongo mi mejor sonrisa y señalando al cajero con una mano le muestro el resguardo con la otra. Nos separan dos barreras de vidrio y la distancia entre nosotros es de unos 5 metros así que no escucho una mierda de lo que dice.
Desaparece un momento y vuelve, y me hace un gesto indicando su reloj. Yo asumo que me está diciendo que la hora de atención al cliente ha terminado y me quedo un poco paralizado. No veo bien qué carajo me quiere decir, porque sigue gesticulando, pero el sol incide sobre los cristales y me deslumbra y casi ni distingo sus formas. Al cabo de un rato se sienta en su mesa y sigue a su rollo.
Pero qué hija de puta –pienso-. Ésta se está equivocando de cabo a rabo.
Vuelvo a golpear la mampara, más fuerte aún. Mi perro que escucha los golpes y es de natural gregario, se une al follón ladrando. Casi a mi ritmo, si yo doy dos hostias, él da dos ladridos. Es un espectáculo llamativo porque mi rostro empieza a evidenciar que lo que hasta entonces había sido el principio de una buena tarde está tomando tintes oscuros.
A la chica le importa una mierda todo, tiene el coño a remojo en su silla y, de cuando en cuando, levanta la muñeca por encima de la pantalla del pc que tiene delante señalándome el reloj. Cada vez que lo hace mis pulsaciones se aceleran exponencialmente.
Ésta no sabe lo que hace, en algún momento tendrá que salir. Por mis cojones que cuando salga me lo arregla y me da la puta tarjeta.
Reconozco no haber sabido templar mis formas y he de admitir que habré usado un lenguaje que seguramente habría ruborizado a la chica si no nos hubiesen separado centímetros de insonorización hecha vidrio. Puta, más que puta. Ya saldrás y me oirás, por mis cojones que me vas a escuchar. Y es que los demonios acuden a la boca de uno cuando está bien encabronado.
Una mujer, inocente ella, ha ido a sacar dinero al cajero, algo acojonada por la imagen que yo estaba dando.
- ¿Qué te pasa, hijo? –me ha preguntado.
- El cajero del demonio, señora, que se ha tragado mi tarjeta y la muy puta de la muchacha que trabaja ahí dentro no me hace ni puto caso.
- Ah, la Marta, muy mona, pero un poco corta. Ésa ni ha estudiado ni nada, que te lo digo yo, ésa es una larga.
Me he venido arriba y mis golpes han pasado el límite de lo razonable. A cada nudillazo que daba, como Hulk, me enfadaba más y más fuerte golpeaba. Mi perro que, como digo, empatiza pero también es un cobarde de cojones, ha empezado a lloriquear pues cuando hay voces en casa siempre se piensa que es a causa de él y que lo estamos regañando. El pobre, además, es como un puerco espín y, en lugar de lanzar púas, empieza a caérsele el pelo y ya estaba haciendo una alfombra blanca y marrón a su alrededor.
- Marta, hija de puta, que salgas.
Ella se levanta, se incorpora y se acerca a la primera puerta. Muy digna la abre. Marta está muy buena, buena de cojones. Enfundada en un vestido corto verde que hace juego con sus ojos esmeralda evidencia un enfado bastante importante. Recorre los 5 metros que hay entre ambas puertas con andares contundentes y sus piernas morenas se tensan a cada paso dejando a las claras que hace algo de deporte. Con el ceño fruncido esputa:
- Que te he dicho que ya he reseteado el cajero, que te esperes 10 minutos para meter la tarjeta y hacer lo que fueras a hacer, niño –dice.
Niño, pienso, si tú supieras. Porque Marta está muy buena, aunque no sé si eso ya lo he dicho. Uno la mira y sabe que desearía bucear por dentro de su vestido para recorrer toda la serie de aromas que las distintas partes de su cuerpo puedan emanar. Desde el dulzor de los pezones, a la salinidad del coño y el amargor del culo. Pero no, entre los pecados capitales la Ira manda sobre la Lujuria y, además, ya vengo follado de casa, así que tanta carne al aire no me va a apaciguar ni un momento.
- Pero mujer, si lo que se ha comido el puto cajero es la tarjeta, de qué me sirve esperar, qué cojones quieres que le meta en 10 minutos si ya está dentro.
- Huy, perdón, qué raro, es que el cajero hace cosas raras, ¿sabes?
- Pues no, no lo sé, pero ya lo voy sabiendo –digo sonriendo.
Aunque Marta está muy buena, no parece especialmente diligente y sí desprende un poco de bobería. No en vano, una chica que lleva un llavero con su nombre para recordar cómo se llama no puede ser muy espabilada.
Desaparece detrás del cajero y empieza a hacer cosas, yo no sé qué porque sólo veo parte de su cuerpo pero ahí que se entretiene con traqueteos y empujones. Si no fuera porque va vestida, cualquiera diría que se la están follando una tetra de negros.
El cajero sigue con un concierto de ruidos de lo más extraños y, al cabo de un rato, vuelve y me habla. No abre la puerta que nos separa, imagino que la he intimidado antes al liarme a hostias cual Curro Jiménez contra el cristal.
- No sé qué le pasa.
- A ver, esto me ha pasado alguna vez, es sólo sacar la tarjeta y dármela, no tiene mucho misterio.
- Huy, yo no sé si voy a saber.
Sí, Marta está muy buena pero es subnormal. Desaparece mientras me indica que espere un poco. Y yo que espero. Mi perro se ha meado en el mármol del vestíbulo de la sucursal. Espero que le entren ganas de cagar y esté descompuesto y ahí deje un reguero de mierda líquida que huela hasta el lunes que viene.
Aparece un hombre, gordo y vestido con una horrible camisa de cuadros negros y rojos y empieza el traqueteo de nuevo con el cajero. Se escuchan lo que parecen dos hostias metálicas y vuelve Marta, con su mejor sonrisa, una de esas sonrisas que cuando te las dirigen ya parece que te estén haciendo una mamada y casi puedes sentir como la punta de tu polla se empapa en saliva, y me ofrece mi tarjeta. Como es boba aunque está muy buena, no abre la puerta, sino que se pone a cuatro patas y me la hace llegar por el resquicio que hay entre la hoja practicable y el suelo de mármol. O a lo mejor no es tan tonta, porque veo unos pezonacos que da miedo verlos.
Se incorpora y me sonríe, disculpe las molestias y vuelva cuando quiera.
Mierda, he pisado el meado de mi perro con la rodilla. Da igual, hoy empiezan mis vacaciones y he recuperado mi tarjeta. Y la paja con Marta va a ser histórica. Puta, te quiero.
Y, ahora, vosotros, contad aquí vuestros ataques de ira.
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