Sobre el feismo urbanístico ese tengo que decir que yo antes, cuando era un joven arrogante con toda la vida por delante, lo aborrecía. Me repudiaba, pensaba que era típico de bestias, una vergüenza de la sociedad moderna, el embrutecimiento de la marginalidad vista a través de sus fachadas sin enfoscar, sus tejados de Uralita, sus patios con mallas roídas, sus enlosados con retales de obras.
Pero la vida da vueltas, amigo mío, y pone a cada uno en su sitio. Cada año es un cedazo que va cribando y colocando a cada cual en el estrato que le corresponde. Y ahora que me dedico a dar vueltas por ahí, por barriadas de calles sin asfaltar, sin alumbrado público, sin alcantarillado, sin agua y sin red eléctrica en las chabolas. Ahora me doy cuenta que detrás de esas construcciones a medio construir, de esas parcelas llenas de tratos inservibles y chatarra, detrás de esos huertos de subsistencia y de esos gallineros; hay mucha ilusión y muchas ganas de cumplir un sueño imposible. También hay mucho gitano, mucho quinqui y mucho moro. Pero bueno, también es imposible erradicar las ratas y aquí estamos, conviviendo con ellas.
Si me diesen un pisazo de tropecientos metros cuadrados en el centro con vistas maravillosas en una comunidad selecta. Lo vendería y con el dinero me iría a una de esas barriadas ilegales, a construirme mi propia casa. Hay algo salvaje en querer vivir en una casa construida por uno mismo, algo primitivo. Yo tengo ese instinto alojado en lo más profundo del tuétano. Y eso es lo vosotros llamáis feismo, yo antes tampoco lo veía, pero ahora me parece algo bello. Escarbar con mis garras el suelo y hacerme mi propia madriguera, según mis posibilidad, mi capacidad, mi pericia, mi sapiencia y maña. Feismo, como vosotros lo llamáis, no es más que eso, libertad para dar rienda suelta a uno de los instintos más primitivos que todos llevamos dentro.