-28-
Yo estaba avergonzadísimo de mis granos. En Chelsey podías escoger entre hacer gimnasia o instrucción militar. Escogí la instrucción porque no había que llevar el equipo de gimnasia y así nadie podría ver las erupciones que infestaban mi cuerpo. Pero odiaba el uniforme. La camisa estaba hecha de lana que irritaba mis granos. El uniforme había que llevarlo desde el lunes hasta el jueves. El viernes nos permitían llevar ropas normales.
Estudiábamos el Manual de Armamentos. Trataba sobre estrategias bélicas y mierda por el estilo. Teníamos que pasar exámenes. Hacíamos marchas por el campo. Practicábamos el Manual de Armamentos, y llevar el fusil colgando durante distintos ejercicios era fatal para mí porque tenía granos en los hombros. A veces, cuando encajaba el fusil en mi hombro, se rompía alguno y empapaba mi camisa. La sangre atravesaba la tela, pero como era espesa y hecha de lana, la mancha era menos obvia y no parecía ser de sangre.
Le conté a mi madre lo que me pasaba y ella forró las hombreras con trapos blancos que tan sólo ayudaron un poco.
Una vez vino un oficial en visita de inspección y asió mi fusil quitándomelo de las manos —para mirar por el cañón y comprobar que no había polvo en el ánima. Me devolvió el fusil dándome un golpetazo y entonces se fijó en las manchas de mi hombro.
—¡Chinaski! —espetó el oficial—, ¡tu fusil pierde aceite!
—Sí, señor.
Pasé el primer trimestre pero los granos empeoraron más y más. Eran tan grandes como nueces y cubrían toda mi cara. Yo estaba tremendamente avergonzado. Algunas veces, en mi casa, me plantaba frente al espejo del cuarto de baño y me reventaba un grano. Eran como pequeños fosos repletos de mierda blanca. En un cierto y morboso sentido era fascinante que estuvieran rellenos de toda esa basura, pero sabía muy bien lo difícil que se les hacía a los demás el mirarme a la cara.
El colegio debió de avisar a mi padre. Al término de ese trimestre me sacaron del colegio, fui a la cama y mis padres me cubrieron de ungüentos. Había un potingue marrón que apestaba. Era el preferido de mi padre. Y quemaba. El insistía en ponérmelo durante más rato del que aconsejaban las instrucciones. Una noche me obligó a aplicármelo durante horas. Me desperté chillando, corrí hasta la bañera, la llené de agua y me desprendí del potingue con dificultad. Mi cara, mi espalda y el pecho estaban quemados. Esa noche hube de sentarme al borde de la cama porque no podía tumbarme.
Mi padre entró en la habitación.
—Te dije que te dejaras puesto el ungüento.
—Mira lo que ha pasado —le informé.
Mi madre entró en la habitación.
—El hijo de puta no quiere curarse —explicó mi padre—. ¿Por qué he tenido que tener un hijo como éste?
-29
Mi madre perdió su trabajo. Mi padre continuaba saliendo todas las mañanas en su coche como si fuera a trabajar. «Soy ingeniero» le decía a la gente. Siempre había querido ser ingeniero.
Se dispuso que acudiera al Hospital General del Condado de Los Angeles. Me dieron una gran tarjeta blanca. Cogí la tarjeta blanca y monté en el tranvía de la línea 7. El billete costaba siete centavos (los abonos de cuatro valían veinticinco centavos). Me guardé el billete y anduve hasta la trasera del tranvía. Tenía cita a las 8.30 de la mañana.
Unas pocas manzanas más adelante un niño y una mujer subieron al tranvía. La mujer era gorda y el niño tendría cerca de cuatro años. Se sentaron en el asiento posterior al mío. Yo miraba por la ventanilla. Todos rodábamos juntos. Me gustaba ese tranvía de la línea 7. Marchaba realmente rápido y cabeceaba adelante y atrás mientras el sol brillaba en el exterior.
—Mamá —oí decir al niño—. ¿Qué tiene ese señor en la cara?
La mujer no respondió.
El niño hizo otra vez la misma pregunta.
Ella no respondió. Entonces el niño chilló:
—¡Mamá! ¿Qué es lo que tiene ese señor en la cara?
—¡Cállate! ¡No sé qué es lo que tiene en la cara!
-30-
Al día siguiente tuve suerte. Anunciaron mi nombre. Era un doctor distinto. Me desnudé. El encendió una cálida y blanca luz y me examinó. Yo estaba sentado al borde de la mesa de exploración.
—Hmmm, hmmmm —dijo él—, uh, uhh...
Permanecí sentado.
—¿Desde cuándo tienes este problema?
—Desde hace un par de años. Cada vez empeora más.
—Ah, aaah.
Siguió examinándome.
—Bien, ahora espera unos instantes, volveré en seguida.
Pasaron unos minutos y de repente la habitación se llenó de gente. Todos eran doctores. Al menos tenían el aspecto y hablaban como doctores. ¿De dónde habían salido? Creía que apenas había doctores en el Hospital General del Condado de Los Angeles.
—Acné vulgaris. ¡El peor caso que he visto en todos mis años de ejercicio!
—¡Fantástico!
—¡Increíble!
—¡Mirad su cara!
—¡El cuello!
—Acabo de examinar a una joven con acné vulgaris. Su espalda estaba cubierta de granos. Ella lloró y me dijo: «¿Cómo podré jamás ligarme a un hombre? Mi espalda quedará marcada para siempre. ¡Quiero suicidarme!» ¡Y ahora mirad a este tipo! Si ella pudiera verlo, sabría que no tenía razón para quejarse.
Gilipollas de mierda, pensé, ¿no te das cuenta de que estoy oyendo lo que dices?
¿Cómo llegó este tipo a ser doctor? ¿Es que aceptan a cualquiera?
—¿Está el paciente dormido?
—¿Por qué?
—Parece muy tranquilo.
—No, no creo que esté dormido. ¿Estás dormido, chaval?
—Sí.
Siguieron explorando distintas partes de mi cuerpo bajo esa cálida y blanca luz.
—Date la vuelta.
Me di la vuelta.
—Mirad, ¡tiene una lesión en el interior de su boca!
—Bueno, ¿cómo la podríamos tratar?
—Con la aguja eléctrica, creo yo...
—Sí, claro, la aguja eléctrica.
—Sí, la aguja.
Estaba decidido.
-31-
Me llamaron casi una hora después. Seguí al doctor a través de unas puertas pivotantes y entramos en otra sala. Era mayor que la habitación de las consultas. Me dijeron que me desnudara y me sentara sobre una mesa. El doctor me miró.
—Realmente lo tuyo es un caso especial, ¿no es verdad?
—Sí.
Me apretó un forúnculo de la espalda.
—¿Te ha dolido?
—Claro.
—Bien —dijo—, vamos a intentar secarlos.
Le oí poner en marcha una máquina que rechinaba y zumbaba. Podía oler come se calentaba el aceite.
—¿Preparado? —preguntó.
—Sí.
Aplicó la aguja eléctrica sobre mi espalda. Me estaban perforando. El dolor era inmenso. Llenaba la habitación. Sentí como la sangre corría por mi espalda. Luego sacó la aguja.
—Ahora vamos a por otro —explicó el doctor.
Me incrustó la aguja. Luego la extrajo y atacó un tercer grano. Otros dos hombres habían entrado y permanecían en pie mirando. Probablemente eran doctores. La aguja se introdujo de nuevo en mis carnes.
—Nunca he visto a un muchacho soportar la aguja de este modo —dijo uno de los hombres.
—No se queja en absoluto —dijo el otro.
—¿Por qué no os dais una vuelta y le pincháis el culo a alguna enfermera? —les pregunté.
—¡Mira, hijo, no nos hables de ese modo!
La aguja se hincó en mi espalda. Yo no contesté.
—Este chico evidentemente es un amargado...
—Sí, claro, eso es.
Los hombres se fueron.
—Esos son unos magníficos profesionales —dijo mi doctor—. No está bien que abuses de ellos.
—Usted siga perforando —le contesté.
Lo hizo. La aguja se calentó pero él siguió y siguió. Me perforo completamente la espalda, luego dedicó su atención a mi pecho. Entonces me tendí y me trabajó el cuello y la cara.