El otro día tenía hambre y fui a un kebab, pero sólo para pedirlo en la tienda y comerlo en casa. El establecimiento estaba lleno de inmigrantes; en una mesa una familia de panchitos cuya madre me dio muchísimo asco porque tenía la boca llena de salsa, con dos niños con la cara de Evo Morales hablando a gritos estridentes con su voces de pito, y su hija de ocho o nueve años con faldita corta que era un encanto. En otra mesa un gitano con los dientes podridos y su mujer obesa y piel color hez, con un bebé lleno de mierda en los brazos. Los moros que me atendieron olían mal, y había otros dos negros detrás de mí que también olían a caca. Para evadirme de tanta náusea miré a la niña pequeña panchita y vi que no llevaba bragas, dejando al descubierto por momentos su indemne y pequeña vagina. Me empalmé, pero no soy pederasta ni siento atracción sexual hacia los querubines, fue la contraposición del ambiente asqueroso con la dulzura de la niña lo que hizo resaltar el esplendor de la última y lo que hizo que mi órgano se levantara.