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Y no se puede echar la culpa a las zorras de una anormalidad como la suya. Mira que hay cosas de las que echar la culpa a las mujeres, su mezquindad, su falta de responsabilidad, su caracter caprichoso, su falta de talento e iniciativa, su venta del coño y muchas mas, pero no precisamente que no follen.
Precisamente. De hecho, básicamente estamos todos de acuerdo en estas afirmaciones, pero nuestro rechazo visceral hacia las hembras y el asco primigenio que nos producen se ve compensado e incluso aniquilado por la atracción sexual que nos viene dada por los genes. Si no sintiéramos las pulsiones del deseo como algo perentorio, no nos acercaríamos a una mujer ni por casualidad.
Coincidimos en una afirmación básica y es que, pese al profundo asco que nos producen las mujeres, porque sabemos a ciencia cierta que sólo son bolas de carne que acaparan todas las taras y defectos posibles, el olor a chocho fresco (o no tan fresco) nos provoca tal obnubilación mental que estamos dispuestos a convertirnos en unos miriñaques sin dignidad con tal de mojar en caliente, aunque ellas no merezcan ni el agua que toman. Ellas lo saben, juegan con ello (y con nosotros) y siempre salen ganando. ¡Maldita testosterora!
Este fenómeno de individuo nunca tuvo las capacidades suficientes para contraponer y primar ese deseo perentorio de atracción hacia las vaginas con el asco que despertaban en él sus frivolidades. Prevaleció el asco por encima del pagafantismo, y el rechazo por encima del deshonor, y el odio más profundo por encima del hamol. Viendo que no podía tirarse a ninguna y antes de optar por la vía más sencilla y simple, pensó que no había mejor forma de ir contra las mujeres que aniquilándolas.