stavroguin 11
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- 14 Oct 2010
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Lo de la obsesión por las marcas que aconteció a mediados de los 80 es digno de serio estudio sociológico.
Recientemente recibí una invitación para una cena de compañeros de instituto, promoción 81-85. En el grupo de Whatsapp inevitable empezaron a ponerse viejas fotos de recuerdo en las que aparecía toda la clase. Y en todas dos denominadores comunes: nadie usaba prendas de marca y no había dos vestimentas iguales. Abundaban los jerseys de lana de colorines tejidos por la mamá de cada cual, cazadoras tipo coreano de forros naranja, pantalones de tergal o de pana, etc. No recuerdo, entre las múltiples conversaciones de aquellos 4 años, ni una sola relacionada con la moda.
Sólo tres años más tarde, si hubiese enseñado esas fotos a los compañeros de la facultad, les habrían traído reminiscencias de una aldea marroquí, como a mí me recuerdan ahora el pueblo kazajo de Borat. Porque en la segunda mitad de la década la obsesión por las marcas de ropa pija hizo estragos y se convirtió en algo obsesivo y discriminador para quien no accediese a ellas. El sancta sanctorum eran los putos Levi's 501 de etiqueta roja, objeto de un millón de comentarios sobre precios y el culo de sus poseedores/as. Luego los polos del cocodrilo, los doctor Martens y una miríada de chorradas más. Recuerdo una temporada de rebajas en la cual puede ver a más de 15 personas en una misma clase vestidas de modo casi clónico, como si en vez de estudiantes fuesen dependientes de la misma tienda de ropa. Aunque hubo que adaptarse moderadamente a los tiempos y abandonar vestimentas más pedestres, creo que fue entonces cuando las ideas sobre la naturaleza borreguil e intrascendente del género humano se me fueron instalando en la mente para no irse nunca más. De pronto parecía que el envoltorio lo era todo, unas horcas caudinas en forma de estándares de vestimenta por los que había que pasar si querías tener un mínimo de corporeidad y existencia social. Y la increíble cantidad de tiempo que estas cuestiones ocupaban en las charlas fagocitaban la oportunidad de aparición de cuestiones mucho más interesantes para debatir. En fin, un empacho de pueril superficialidad textil capaz de aburrir a un contador de ovejas.
Recientemente recibí una invitación para una cena de compañeros de instituto, promoción 81-85. En el grupo de Whatsapp inevitable empezaron a ponerse viejas fotos de recuerdo en las que aparecía toda la clase. Y en todas dos denominadores comunes: nadie usaba prendas de marca y no había dos vestimentas iguales. Abundaban los jerseys de lana de colorines tejidos por la mamá de cada cual, cazadoras tipo coreano de forros naranja, pantalones de tergal o de pana, etc. No recuerdo, entre las múltiples conversaciones de aquellos 4 años, ni una sola relacionada con la moda.
Sólo tres años más tarde, si hubiese enseñado esas fotos a los compañeros de la facultad, les habrían traído reminiscencias de una aldea marroquí, como a mí me recuerdan ahora el pueblo kazajo de Borat. Porque en la segunda mitad de la década la obsesión por las marcas de ropa pija hizo estragos y se convirtió en algo obsesivo y discriminador para quien no accediese a ellas. El sancta sanctorum eran los putos Levi's 501 de etiqueta roja, objeto de un millón de comentarios sobre precios y el culo de sus poseedores/as. Luego los polos del cocodrilo, los doctor Martens y una miríada de chorradas más. Recuerdo una temporada de rebajas en la cual puede ver a más de 15 personas en una misma clase vestidas de modo casi clónico, como si en vez de estudiantes fuesen dependientes de la misma tienda de ropa. Aunque hubo que adaptarse moderadamente a los tiempos y abandonar vestimentas más pedestres, creo que fue entonces cuando las ideas sobre la naturaleza borreguil e intrascendente del género humano se me fueron instalando en la mente para no irse nunca más. De pronto parecía que el envoltorio lo era todo, unas horcas caudinas en forma de estándares de vestimenta por los que había que pasar si querías tener un mínimo de corporeidad y existencia social. Y la increíble cantidad de tiempo que estas cuestiones ocupaban en las charlas fagocitaban la oportunidad de aparición de cuestiones mucho más interesantes para debatir. En fin, un empacho de pueril superficialidad textil capaz de aburrir a un contador de ovejas.