¿Imaginas que matan a tu hijo en esas circunstancias? Sería bastante duro. Primero, la llamada desde el hospital diciendo que hay un supuesto conocido al que hay que identificar y si tú estarías dispuesto a ello.
Luego, en la cámara frigorífica, viendo a tu primogénito, carne de tu carne, sangre de tu sangre, frío, morado, hinchado, deforme, lleno de puñaladas, con la ropa que le compraste en el C&A llena de barro, coágulos de sangre, mocos y heces.
Tú saliendo del sitio conmocionado, sin saber qué decir, viendo el mundo borroso, mareado y sin poder llorar de la impresión. Ese chico al que bañaste en un barreño de pequeño, al que llevabas al parque de la mano y te pedía un helado con la timidez del que espera ser negado. Esa criatura a la que acompañaste el primer día de colegio, con su cartera de la mano, lleno de legañas y a punto de quedarse dormido en los semáforos. Tú, después de verle reventado, deberás firmar su acta de defunción, bajar a la funeraria para arreglar lo del seguro, la esquela y las condiciones del ataúd donde va a yacer eternamente, sin que tú le puedas volver a ver.
Y tras el descanso del tanatorio, el cementerio. Ver cómo a tu hijo le meten bajo tierra y le ponen cien kilos de granito encima, aunque eso no garantice que ningún perturbado profane ese lugar e introduzca su venoso miembro en las frágiles cavidades de tu hijo el asesinado.
Y, tras unos meses de oscuridad y antidepresivos, el juicio. Ver cara a cara, riéndose, contando chistes y rezando a Alá, a aquellos que mataron al muchacho al que leías cuentos antes de dormir, al único hombre al que no te dio reparo abrazar.
Oh, Dios, qué duro. Y qué fácil es que pase. Y será culpa tuya, por no haber podido comprar una casa en condiciones en un barrio decente. Fracasado.