“Fue en este establecimiento donde conocí a la mujer que luego se hizo famosa con el nombre de «señora Cuu-i». En cualquier estación del año, la temperatura de Garoua es, por lo menos, diez grados superior a la de Poli y, gracias al no: disfruta de una gran profusión de mosquitos. Tras horas de encierro con los dowayos y sus vómitos, anhelaba una ducha. Apenas acababa de meterme debajo del grifo, cuando llegaron a mis oídos unos insistentes arañazos en la puerta. Al comprobar que mis interpelaciones no obtenían respuesta, me envolví con una toalla y salí a abrir Fuera había una fornida fulani de cincuenta y tantos años que, esbozando una sonrisa bobalicona, empezó a describir círculos en el polvo con sus enormes pies. «¿Que desea?», inquirí. Ella hizo el gesto de beber. «Agua, agua.» Comencé a desconfiar, pues me vino a mientes el concepto de hospitalidad que predomina en el desierto. Mientras yo analizaba el problema, se deslizó junto a mí se hizo con un vaso y lo llenó en el grifo. Ante mis horrorizados ojos, empezó a destapar su voluminoso cuerpo. En ese momento acertó a venir a traerme un poco de jabón el portero, que, interpretando erróneamente la situación, inició la retirada murmurando disculpas. Me hallaba atrapado en una farsa.
Por fortuna, las pocas lecciones de fulani que había tomado en la Escuela de Estudios Orientales y Africanos me resultaron entonces de gran utilidad y, gritando «no quiero», rechacé todo deseo de contacto físico con aquella mujer, que me recordaba a Oliver Hardy. Como ante una señal estipulada con antelación, el portero, ahora riéndose, cogió a la mujer de un brazo, yo la agarré por el otro y la sacamos fuera. No obstante, regresaba cada hora, incapaz de aceptar que sus encantos no fueran apreciados, y vagaba por fuera gritando «cuu~í», como un gato que maúlla para que lo dejen entrar. Al final, me cansé. Estaba claro que trabajaba en connivencia con la dirección, de modo que declaré que era un misionero que había venido del campo para ver al obispo y que desaprobaba tales conductas. Se quedaron pasmados y avergonzados; inmediatamente la mujerzuela me dejó en paz.
Esta anécdota se convirtió en una de las favoritas de los dowayos cuando nos sentábamos alrededor del fuego por la noche a contar historias. Mi ayudante me hacía contar siempre «el cuento de la gorda fulani», nombre por el que pasó a conocerse, y cuando llegaba al momento en que ella gritaba «cuu-í» todos se partían de risa, se abrazaban las rodillas y empezaban a darse revolcones en el suelo. Esta anécdota contribuyó en gran medida a nuestras buenas relaciones.”
“Hasta nuestros oídos llegaban los tambores y los cantos procedentes de la aldea y el rítmico sonido me arrulló hasta que me dormí acurrucado y cubierto por mi propia ropa mojada. De pronto me despertaron unos arañazos en la puerta; durante un momento temí que se tratara de otra Cuu-i, pero era Matthieu, que me traía agua caliente en una calabaza. «Ha hervido cinco minutos, patron, puede beberla.» Yo tenía escondida una mezcla de leche y café en polvo, además de abundante azúcar por si lo quería algún dowayo. Nos repartimos la poción y Matthieu añadió seis cucharadas de azúcar a su parte. Haciendo un esfuerzo para cumplir con mi deber, le pregunté por varios de los objetos del techo y recibí la iluminación solicitada. «El viejo de hoy, es el Viejo de Kpan, jefe de todos los productores de lluvia. Zuuldibo se lo presentará mañana.» Se marchó y oí que un dowayo preguntaba en voz alta: «¿Ya está dormido tu patron?»
La primera persona que vi al día siguiente fue Augustin, que se había tomado un descanso de los rigores de Poli. Como todo buen urbanícola africano, ni se le pasaba por la cabeza ir a ningún sitio andando. Había conseguido llevar la motocicleta hasta allí, pero llegó tarde y tuvo que pasar la noche con otra complaciente mujer dowayo que resultó una esposa díscola del Viejo de Kpan. Parecía que aquélla era su aldea natal y había regresado para las fiestas. El hermano de ella había acompañado a Augustin a su puerta y le había advertido que si se enteraba el brujo, un rayo los fulminaría a todos. El archivo mental que había abierto el día anterior sobre él se estaba llenando rápidamente. Sin embargo, los acontecimientos del día lo apartaron de mi mente.”
“Por fin llegamos a un valle fresco y verde, abundantemente regado por un arroyo que parecía nacer en la misma cima. En el fondo había un grupo de casas bastante grande, la morada del brujo de la lluvia. Nos saludaron varias mujeres jóvenes, esposas del Viejo, que alborotaban y revoloteaban a nuestro alrededor. ¿Deseábamos sentarnos fuera o dentro? ¿Nos apetecía comer algo? ¿Queríamos un poco de agua o de cerveza? ¿La tomaríamos fría como los blancos o caliente como los dowayos? El Viejo se encontraba en un campo distante tratando a una enferma; lo mandarían llamar. Permanecimos allí sentados conversando y descansando durante aproximadamente una hora, pero entonces llegó la noticia de que cuando el mensajero se presentó a anunciarle nuestra llegada el Viejo ya había salido hacia Poli por otro camino. Estaba seguro de que se trataba de una jugarreta, pero no me quedaba más remedio que aceptarlo graciosamente."