Al leer esto me he acordado de mis padres, que tampoco se creian nada de lo que yo decia, y de una historia que me pasó en el colegio y que cada vez que me acuerdo, me arde la cara de la indignación.
Estaba yo en 5º o 6º de EGB. Un día, al terminar las clases, bajaba por las escaleras con un amiga charlando de nuestras cosas. Al pie de la escalera se apiñaban los padres y familiares que veían a recoger a los niños (mis padres siempre esperaban en el coche, a una distancia prudencial del colegio). Al llegar abajo, noté que alguien me agarraba del cuello y me empujaba hacia abajo. Yo, sorprendida y sin saber que pasaba, me puse a pegar patadas a diestro y siniestro hasta que le di en la espinilla a mi agresor. Conseguí que me soltara y fui a buscar a mi padre al coche, llorando como una magdalena.
Mi padre fue a enfrentarse al mamonazo aquel que, al ver su estatura, se achantó un poco y se puso a gimotear que yo le había llamado “besugo” y le había pegado una patada en la espinilla. A pesar de que la amiga que iba conmigo le dijo a mi padre que eso no era verdad, que nosotras estábamos tranquilamente sin meternos con nadie, mi padre prefirió creer al gañán aquel y me castigaron sin salir durante dos meses.
Siempre me ha sorprendido esa actitud y me he preguntado muchas veces por qué mi progenitor prefirió creer a un tío con pinta de delincuente (años después descubrí que ese tío había sido alumno de mi mismo colegio tiempo atrás, repetidor y del grupo de los matones, al que todos apodaban el “besugo” porque tenía los ojos saltones. Yo ni lo conocía, ni lo había visto nunca, ni mucho menos me sabía su apodo) antes que a su hija. Es un misterio para mí. Recuerdo a la gente de mi clase mirarme con pena cuando les decía que me habían castigado por aquello.