La Rosarito no era fea, tenía esas redondeces que se le exigen a una mujer. Todas sus facciones eran curvilíneas, buen cuerpo con cintura de no haber parido, las carnes en su sitio, sin los pellejos de someter la piel a estiramientos naturales, y ese aire distante de quien ha tenido todo. Con una combinación entre lo rancio y tradicional y lo moderno y yeyé. Se pasaba por la peluquería una vez al mes, en su tocador no faltaban las cremas de Garnier ni tampoco la del Mercadona. Rosario olía a Chanel nº5, combinaba los abrigos de visón de su madre, arreglados por un sastre a su medida, con una falda-pantalón de El Conte Inglés, un reloj caro regalado en su cumple y unos zapatos de tacón de la zapatería más cara del centro, donde una manceba se arrodilla y ayuda a las señoras a probárselos mientras les halaga el gusto.
El negro le sentaba fenomenal, aún podía lucir vestidos entallados y tenía ese contoneo de las que han usado tacones toda la vida. Sus escotes descarados le rodeaban de una brisa fresca, de juventud, de lozanía, de sexualidad activa. Que contrastaba con su cara y su expresión siempre seria, circunspecta, esa cara que se les queda a las mujeres que no se les puede tocar las tetas porque dicen que las duele, que no se les puede acariciar el conejo porque les da cosquillas, que no se les puede chupar el coño porque les huele, esas mujeres que se apartan cuando sienten unas manos ajenas frías hurgando.
Siempre fue una florecilla, una vetusta pizpireta en busca de ese caballero, que al igual que su padre fuese un señor tanto dentro como fuera de casa. Pero se tuvo que conformar con Basterra, un forero con un golpe de suerte al que se le alinearon los planes y tocó pelo. ¿Ha sido feliz Rosario? En su niñez sí, cuando su padre la subía a hombros y era el tesoro de la casa. La hija única, la reina, el ojito derecho del patriarca y la niña buena y educada que su madre adoraba. Pero como muy sabe Demian, la felicidad no se casa con nadie, no tiene dueño ni amo ni señor. Es soberbia y cuando se va ya no vuelve. Se la exigió demasiado desde pequeña, demasiadas expectativas, demasiadas responsabilidades. Tenía que alcanzar un trabajo igual o superior al de su padre, menos sería un fracaso. Tenía que gestionar y ampliar el patrimonio, menos sería una decepción. Tenía que casarse y continuar la estirpe, por supuesto con un hombre de bandera, un hidalgo. Pero como en un efecto dominó todo se fue a la mierda y se tuvo que conformar con un beta, con un trabajo donde quedaba patente su incompetencia, con un balance de gastos-ingresos negativos y con una hija de adopción. Todo mal, todo al revés de como se suponía que tenía que ser.
Dicen las presas de las celdas contiguas que sus últimas palabras fueron: papá, mamá, allá voy, no me abandonéis otra vez. Papiii, auggggggg...ggg..g